Adviento.
Sí, llegada de Alguien importante, para algo importante, por algo importante, a
un lugar importante. Descubramos el sentido profundo de este tiempo litúrgico
tan sencillo, austero y propicio para la meditación y la esperanza.
En
cada adviento revivimos, con la fe, y volvemos hacer presente en la esperanza
la primera venida de Cristo en su carne sencilla, prestada por María, hace más
de dos mil años. Y al mismo tiempo ese adviento, todo adviento, nos lanza y nos
proyecta y nos hace desear la última venida de Cristo al final de los tiempos
en toda su gloria y majestad, como nos describe san Mateo en el capítulo 25:
“Ven, Señor Jesús”. Pero también en cada adviento, si vivimos en clave de amor
y de fe, podemos recibir y descubrir la venida intermedia de Cristo en su
Eucaristía -detrás de ese pan y vino, que ya no es pan ni vino, sino el Cuerpo
y la Sangre de Cristo-, en el prójimo necesitado -pregunten, si no, a san
Martín de Tours cuando dio la mitad de su manto a ese pobre aterido de frío en
pleno invierno francés hace ya muchos, muchos años, y en la noche Cristo se le
apareció vestido con esa mitad del manto para agradecerle ese hermoso gesto de
caridad-, o también descubrir el rostro de Cristo detrás de ese dolor o adversidad
de la vida. Cristo continúa viniendo. El adviento es continuo y eterno. El
hombre vive en perpetuo adviento. Cristo viene siempre, cada año, cada mes,
cada semana, cada día, cada hora y cada minuto. Basta estar atento y no
embotado en las mil preocupaciones.
Quién llega: Es
Jesucristo, nuestro Señor, nuestro Salvador, el Redentor del mundo, el Señor de
la vida y de la historia, mi Amigo, El Agua viva que sacia mi sed de felicidad,
el Pan de vida que nutre mi alma, el Buen Pastor que me conoce y me ama y da su
vida por mí, la Luz verdadera que ilumina mi sendero, el Camino hacia la Vida
eterna, la Verdad del Padre que no engaña, la Vida auténtica que vivifica.
Cómo llega: Llegó
humilde, pobre, sufrido, puro hace más de dos mil años en Belén. Llega escondido
en ese trozo de pan y en esas gotas de vino en cada Eucaristía, pero que ya no
son pan ni vino, sino el Cuerpo sacrosanto y la Sangre bendita de Cristo
resucitado y glorioso. Y llega disfrazado en ese prójimo enfermo, pobre,
necesitado, antipático, a quien podemos descubrir con la fe límpida y el amor
comprensivo. Y llega silencioso o con estruendo en ese accidente en la carretera,
en esa enfermedad que no entendemos, en esa muerte del ser querido, para
recordarnos que Él atravesó también por esas situaciones humanas y les dio
sentido hondo y profundo.
Por qué llega: porque quiere
hacernos partícipes de su amor y amistad. Quiere renovar una vez más su alianza
con nosotros. El amor es el motor de estas continuas venidas de Cristo a
nuestro mundo, a nuestra casa, a nuestra alma. No hay otra razón.
Para qué
llega:
para dar un sentido de trascendencia a nuestra vida, para decirnos que somos
peregrinos en este mundo y que hay que seguir caminando y cantando. Llega para
enjugar nuestras lágrimas amargas. Llega para agradecernos esos detalles de
amor que con Él tenemos a diario. Llega para hablarnos del Padre, a quien Él
tanto ama. Llega para alimentar nuestras ansias de felicidad. Llega para curar
nuestras heridas, provocadas por nuestras pasiones aliadas con el enemigo de
nuestra alma. Llega para recordarnos que no estamos solos, que Él está a
nuestro lado como baluarte y sostén. Llega para pedirnos también una mano y
nuestros labios y nuestro corazón, porque quiere que prediquemos su Palabra por
todos los rincones del mundo.
Dónde llega: llega a
nuestro mundo convulso y desorientado y hambriento de paz, de calor, de caridad
y de un trozo de pan; a nuestras familias tal vez divididas o en armonía; a
nuestros corazones inquietos como el de san Agustín de Hipona, corazón que sólo
descansó en Dios. Quiere llegar a todos los parlamentos internacionales y
nacionales para dar sentido y moralidad a las leyes que ahí se emanan. Quiere
llegar al palacio del rico, como a la choza del pobre. Quiere llegar junto al
lecho de un enfermo en el hospital, como también a ese salón de fiestas, dónde
Él no viene a aguar nuestras alegrías humanas sino a purificarlas y
orientarlas. Quiere llegar al mundo de los niños, para cuidarles su inocencia y
pureza. Quiere llegar al mundo de los jóvenes, para sostenerles en sus luchas
duras y enseñarles lo que es el verdadero amor. Quiere llegar al mundo de los
adultos para decirles que es posible la alegría y el entusiasmo en medio del
trabajo agotador y exhausto de cada día. Quiere llegar a cada familia para
llevarles el calor del amor, reflejo del amor trinitario. Quiere llegar al
mundo de los ancianos para sostenerles con el báculo del aliento y la caricia
de la sonrisa. Quiere llegar al mundo de los gobernantes para decirles que su
autoridad proviene de Dios, que deben buscar el bien común y que deberán dar
cuenta de ella.
Cuántas veces
llega:
si estamos atentos, no hay minuto en que no percibamos la venida de Cristo a
nuestra vida. Basta estar con los ojos de la fe bien abiertos, con el corazón
despierto y preparado por la honestidad, y con las manos siempre tendidas para
el abrazo de ese Cristo que sabe venir de mil maneras. Por tanto, podemos decir
que siempre es adviento. Es más, nuestra vida debe ser vivida en actitud de
adviento: alguien llega. No vayamos a estar somnolientos y distraídos.
Cómo
prepararnos:
nos ayudará en este tiempo leer al profeta Isaías, meditar en san Juan Bautista
que encontramos al inicio de los evangelios y contemplar a María. Isaías con su
nostalgia del Mesías nos prepara para la última venida de Cristo. San Juan
Bautista nos prepara para esas venidas intermedias de Cristo en cada
acontecimiento diario y sobre todo en la Eucaristía. Y María nos hará vivir,
rememorar en la fe ese primer adviento que Ella vivió con tanta esperanza, amor
y silencio, para poder abrazar a ese Niño Jesús sencillo, envuelto en pañales y
recostado en un pesebre.
Adviento,
tiempo de gracia y bendición. Llega alguien, sí. Llega Dios. Y Dios es todo.
Dios no quita nada. Dios da todo lo que hace hermosa a una vida. Y hay que
abrirle la puerta y Él entrará y cenará con nosotros y nosotros con Él. Y nos
hará partícipes de su amor y felicidad. ¡Qué triste quien no le abra la puerta
a Cristo, dejándolo fuera, helándose y despreciado, con sus Dones entre sus
Manos benditas! ¿Habrá alguien así, desalmado y sin sentimientos? ¡No lo creo!
Al menos no lo quiero creer. AR
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