Texto del
Evangelio (Mt 10,26-33): En aquel
tiempo, dijo Jesús a sus Apóstoles: «No tengáis miedo a los hombres. Pues no
hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse.
Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al
oído, proclamadlo desde los terrados.
»Y no temáis a
los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel
que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehena. ¿No se venden dos
pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el
consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de
vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que
muchos pajarillos.
»Porque todo
aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él
ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres,
le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos».
«No temáis a los que matan el
cuerpo»
Comentario: P. Antoni
POU OSB Monje de Montserrat (Montserrat, Barcelona, España)
Hoy, después de elegir a los doce, Jesús los
envía a predicar y los instruye. Les advierte acerca de la persecución que
posiblemente sufrirán y les aconseja cuál debe ser su actitud: «No temáis a los
que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel que
puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehena» (Mt 10,28). El relato
de este domingo desarrolla el tema de la persecución por Cristo con un estilo
que recuerda la última Bienaventuranza del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5,11).
El discurso de Jesús es paradójico: por un lado
dice dos veces “no temáis”, y nos presenta un Padre providente que tiene
solicitud incluso por los pajarillos del campo; pero por otra parte, no nos
dice que este Padre nos ahorre las contrariedades, más bien lo contrario: si
somos seguidores suyos, muy posiblemente tendremos la misma suerte que Él y los
demás profetas. ¿Cómo entender esto, pues? La protección de Dios es su
capacidad de dar vida a nuestra persona (nuestra alma), y proporcionarle
felicidad incluso en las tribulaciones y persecuciones. Él es quien puede
darnos la alegría de su Reino que proviene de una vida profunda, experimentable
ya ahora y que es prenda de vida eterna: «Por todo aquel que se declare por mí
ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los
cielos» (Mt 10,32).
Confiar en que Dios estará junto a nosotros en
los momentos difíciles nos da valentía para anunciar las palabras de Jesús a
plena luz, y nos da la energía capaz de obrar el bien, para que por medio de
nuestras obras la gente pueda dar gloria al Padre celestial. Nos enseña san
Anselmo: «Hacedlo todo por Dios y por aquella feliz y eterna vida que nuestro
Salvador se digna concederos en el cielo».
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