Eremita, 24 de
Julio
Elogio:
En la Tebaida, en Egipto, santa Eufrasia,
virgen, que, siendo de familia senatorial, optó por hacer vida eremítica en el
desierto, en humildad, pobreza y obediencia.
Antigonus,
pariente del emperador Teodosio I, había muerto, dejando a una hija de un año
de edad, llamada Eufrasia. El emperador había tomado a la viuda y a la niña
bajo su protección. Cuando la pequeña cumplió cinco años, la comprometió en
matrimonio con el hijo de un rico senador -según era costumbre en aquel
tiempo-, y aplazó la boda hasta que la doncella llegara a la edad apropiada. La
viuda de Antigonus comenzó a ser solicitada en matrimonio con tanta asiduidad,
que decidió alejarse de la corte y, con su hija Eufrasia, partió a Egipto,
donde se refugió en un convento. Eufrasia, que entonces tenía siete años, se
sintió atraída fuertemente hacia la vida religiosa y rogó a las monjas que le
permitieran permanecer con ellas. Su madre, por complacerla y pensando que sólo
se trataba de un capricho pasajero le permitió quedarse, esperando que pronto
se cansaría de aquella vida y advirtiéndole que debería ayunar, acostarse en el
suelo y aprenderse de memoria la salmodia completa. Pero la niña era
perseverante y, pasado un tiempo de prueba, quiso seguir en el convento.
Entonces la abadesa dijo a la madre: «Deja a la niña con nosotras, pues la
gracia de Dios está preparando su corazón».
-La piedad que vosotras le habéis inculcado y la
que heredó de su padre Antigonus -repuso la madre con voz emocionada-, han
abierto para mi hija el camino de la mayor perfección.
La buena mujer
levantó en vilo a la niña y, llorando de alegría, la llevó ante una imagen del
Salvador:
-¡Señor mío, Jesucristo! -clamó- ¡Recibe a mi hija
y haz que sólo a Ti te busque, a Ti te ame; tómala para que solamente a Ti te
sirva y a Ti sólo se encomiende!
Luego abrazó
estrechamente a Eufrasia, murmurando:
-¡Quiera Dios, el que ha dado firmeza
inquebrantable a las montañas, conservarte en Su santo temor!
Pocos días más
tarde, la niña de ocho años vistió el hábito y su madre le preguntó si estaba
satisfecha.
-¡Oh madre! -exclamó la pequeña novicia-, éste es
el ropaje de novia que me han dado para hacer honor a mi amado Jesús.
No pasó mucho
tiempo sin que la bienaventurada mujer fuera a hacer compañía a su esposo en la
otra vida. Entre tanto, en la soledad del convento, Eufrasia crecía en gracia y
hermosura. Cuando la muchacha cumplió doce años, el emperador, posiblemente
Arcadio, recordó la promesa que había hecho su antecesor Teodosio I y envió un
mensaje al convento de Egipto, rogando a Eufrasia que regresara a
Constantinopla para cumplir el compromiso y casarse con el senador a quien la
habían prometido. Por supuesto, la jovencita se negó a abandonar el convento y
escribió una larga misiva al emperador, suplicándole que la dejara en libertad
para seguir su vocación y pidiéndole la gracia de vender las propiedades
heredadas de sus padres para distribuir el dinero entre los pobres, así como
dejar libres a todos los esclavos de su casa. El emperador accedió a los deseos
de Eufrasia, quien prosiguió su vida habitual en el convento. Pero entonces
comenzó a sufrir tentaciones: sin cesar la atormentaban vanos pensamientos y
malos deseos por conocer el mundo que había abandonado. La abadesa, a quien
había abierto su corazón, le asignó algunas tareas duras y humillantes para
distraer su atención y alejar a los demonios que atormentaban tanto su cuerpo,
como su alma. En una ocasión, se le mandó cambiar de sitio un montón de piedras
y, cuando la faena estuvo concluida, le ordenaron repetir la operación y así
sucesivamente hasta treinta veces. En esto y en todo lo que se le ordenaba
hacer, Eufrasia cumplía con prontitud y cuidado: limpiaba las celdas de las
otras monjas, acarreaba agua para la cocina, cortaba la leña, horneaba el pan y
cocinaba los alimentos. A la monja que llevaba al cabo estas ocupaciones,
generalmente se le dispensaba de los oficios nocturnos, pero Eufrasia jamás
dejó de ocupar su lugar en el coro. A pesar de la rudeza de las faenas que
realizaba, a la edad de veinte años, su belleza estaba en todo su esplendor:
era alta, esbelta y de hermoso rostro lleno de expresión. No obstante, su
mansedumbre y humildad eran extraordinarias.
Una doncella
de la cocina le preguntó cierta vez por qué en algunas ocasiones se quedaba sin
comer toda la semana, algo que nadie se atrevía a hacer sino la abadesa. La
santa le dijo que lo hacía por su voluntad y sin consentimiento de nadie;
entonces la doncella la llamó hipócrita, puesto que sólo trataba de llamar la
atención con la esperanza de que la nombraran superiora. Lejos de sentirse
ofendida por tan injusta acusación, Eufrasia se echó a los pies de aquella
mujer, pidiéndole perdón y le suplicó que orara por ella. Cuando la santa yacía
en su lecho de muerte, Julia, su hermana muy querida con quien compartía la
celda, imploró a Eufrasia que le obtuviera la gracia de estar con ella en el
cielo, ya que habían sido compañeras en la tierra. Tres días después de la
muerte de Eufrasia, Julia también falleció. La anciana abadesa que había
recibido a Eufrasia en su convento, no podía consolarse por la pérdida de
aquellas dos hijas tan queridas y no cesaba de rogar encarecidamente al cielo
para que no tardase en ir a reunirse con ellas. Un día, poco tiempo después,
cuando las monjas entraron a la celda de la abadesa la hallaron muerta; su alma
había volado durante la noche para reunirse con las otras dos. Según la
costumbre rusa, se nombra a santa Eufrasia en la preparación de la misa bizantina.
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