Ya los antiguos pensadores griegos reconocieron lo importante que es
tener un cuerpo sano, sin enfermedades, bien proporcionado, fuerte y dispuesto para
las diferentes actividades de la vida social.
Pero la salud siempre está en peligro. Basta un mal uso del aire
acondicionado, un olvido del paraguas, un despiste al cruzar la calle, y la
vida sufre un vuelco lleno de dolores. Inicia, para algunos, un angustioso
peregrinar de médico en médico para reencontrar el tesoro magnífico de la
salud.
Además de los accidentes e imprevistos, la salud
puede ser dañada simplemente por la constitución que tenemos desde el empezamos
a vivir. Tarde o temprano, la información genética desvela sus misterios con
enfermedades que tanto hacen sufrir a quienes las padecen.
Existe, sin embargo, un modo de ‘arruinar’ la salud que no coincide ni
con los accidentes, ni con las imprudencias, ni con el patrimonio genético, ni
con algún daño congénito. Hay quienes pierden la salud porque escogen un modo
de vivir ‘peligroso’ por un motivo magnífico: el deseo de amar y servir a seres
humanos necesitados.
Quien trabaja en un hospital, quien visita a los pobres, quien atiende a
los encarcelados, quien cuida a un anciano al que hay que levantar y acostar un
día sí y otro también, expone con facilidad su salud. Es fácil contraer un
virus, o una bacteria, o simplemente empezar a sentir las huellas del cansancio
que debilita el cuerpo desde acciones sencillas pero heroicas. Si uno vive de esta manera, ¿no está arruinando su
salud? Pero esa ruina, ¿no tiene un motivo bueno?
A veces corremos el riesgo de buscar estilos de vida con los que evitar
dolores y sufrimientos para alargar un poco más la propia existencia. Pero una
vida que huye de todo dolor, ¿es una vida hermosa? ¿No es más hermosa la vida
de un Padre Damián en Molokai, o de un Pier Giorgio Frassati que contrae una
enfermedad infectiva por visitar a los pobres?
Cristo, en el Evangelio, nos ofrece un mensaje difícil pero hermoso: “El
que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará
para una vida eterna” Jn 12,25.
“Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” Jn 15,13.
En su encíclica “Spe salvi”, el Papa Benedicto XVI explica cómo un
sufrimiento huido a cualquier precio puede deshumanizarnos, y cómo un
sufrimiento aceptado y asumido para servir al hermano ennoblece la propia vida:
“La capacidad de aceptar el sufrimiento por amor del bien, de la verdad
y de la justicia, es constitutiva de la grandeza de la humanidad porque, en
definitiva, cuando mi bienestar, mi incolumidad, es más importante que la
verdad y la justicia, entonces prevalece el dominio del más fuerte; entonces
reinan la violencia y la mentira. La verdad y la justicia han de estar por
encima de mi comodidad e incolumidad física, de otro modo mi propia vida se
convierte en mentira. Y también el «sí» al amor es fuente de sufrimiento,
porque el amor exige siempre nuevas renuncias de mi yo, en las cuales me dejo
modelar y herir” (“Spe salvi” n. 38).
¿Existen, entonces, modos buenos de arruinar la salud? Sí: una salud que
se desgasta y se ‘pierde’ en el servicio diario a quien necesita una ayuda es
una salud ‘bien arruinada’.
El mejor modo de emplear los talentos que Dios nos ha dejado consiste en
empezar a vivir un poco aquí en la tierra como se vive en el cielo: con un amor
hecho donación completa y alegre a los hermanos. FP
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