Dice la carta: «...Pero es superfluo haceros lista nominal de los nuestros, que son muchos y no los conocéis; sabe, con todo, que hombres y mujeres, jóvenes y viejos, doncellas y ancianos, soldados y civiles, y todo sexo y toda edad, vencedores en la lucha, unos por azotes y fuego y otros por el hierro, todos recibieron sus coronas [de martirio]. A otros, en cambio [es decir: a los que no llegaron a ser mártires], no les ha bastado un tiempo bastante largo para aparecer aceptables al Señor. Tampoco a mí hasta el presente, por lo que se ve, por lo cual me ha reservado para el momento oportuno que bien conoce el mismo que dice: ‘En tiempo aceptable te escuché y en día de salvación te socorrí’. Puesto que preguntáis por nuestra situación y queréis que os informe de cómo vamos marchando, seguramente ya oísteis cómo nos conducían prisioneros un centurión y oficiales con los soldados y criados que iban con ellos, a mí y a Cayo, Fausto, Pedro y Pablo, y presentándose alguna gente de Mareota, nos arrebataron, bien a pesar nuestro, arrastrándonos por la fuerza al negarnos a seguirlos. Y ahora yo, Cayo y Pedro, los tres solos, nos hallamos encerrados en un paraje desierto y árido de Libia, huérfanos de los demás hermanos, apartados de Paretonio tres días de camino».
En este punto Eusebio omite parte de la carta, y luego continúa: «Sin embargo, en la ciudad se hallan escondidos y visitan en secreto a los hermanos, de una parte, los presbíteros Máximo, Dióscoro, Demetrio y Lucio -ya que los más conocidos en el mundo, Faustino y Aquilas, andan errantes por Egipto-, y de otra, los diáconos que sobrevivieron a los que murieron en la isla: Fausto, Eusebio y Queremón. Eusebio es aquel a quien Dios fortaleció y preparó desde el principio para cumplir ardorosamente el servicio a los confesores encarcelados y llevar a cabo, no sin peligro, el enterramiento de los cuerpos de los perfectos y santos mártires. Efectivamente, incluso hasta el presente, el gobernador no deja de dar cruel muerte, como dije antes, a algunos de los que a él son conducidos, de desgarrar a los otros en torturas y de consumir en cárceles y prisiones al resto, ordenando que nadie se les acerque, e indagando si alguien aparece. Y, sin embargo, Dios no cesa de aliviar a los oprimidos, gracias al ánimo y perseverancia de los hermanos.»
Así narra Dionisio la gesta de los confesores que celebramos hoy, quienes, como se ve, son apenas una «muestra» de lo que el nombre de Cristo tenía que padecer en ese tiempo, ya que el propio Dinonisio rehusaba al inicio de su carta el hacernos una lista exhaustiva de todos los mártires y confesores. Ahora bien, el propio Eusebio nos comenta luego, que el Eusebio que se nombra en la carta como diácono, fue luego instituido obispo de Siria. A Máximo no lo celebramos en esta fecha, porque fue luego obispo de Alejandría (sucedió, precisamente, a Dionisio) y tiene su propia fecha de celebración. En cuanto a Fausto, nos cuenta Eusebio que llegó a ser presbítero y que «ya anciano y lleno de días», sufrió el martirio -fue decapitado- bajo Diocleciano, es decir, hacia el 303/305.
La última identificación, es decir, entre el Fausto diácono, confesor junto con san Dionisio, y el Fausto presbítero, mártir bajo Dioclesiano, no es del todo segura. Eusebio la da por buena, pero no puede asegurarse a ciencia cierta; sin embargo el Martirologio actual, en ausencia de datos más concluyentes, acepta esa posibilidad.
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