Este tipo de afirmaciones da una especie de carácter antropomórfico o divino a realidades que no tienen ninguna consistencia personal. La naturaleza en cuanto tal no piensa, ni quiere, ni se enfada, ni castiga, ni perdona.
Solo los seres personales (Dios y los hombres, los ángeles y los demonios) pueden hacer valoraciones, pueden alabar y premiar comportamientos buenos, o reprobar, incluso castigar, comportamientos malos.
Un terremoto, ciertamente, puede ser visto como parte del designio de Dios que invita a la conversión, que recuerda cómo todo lo material es caduco y frágil, que nos ayuda a dejar avaricias dañinas y a trabajar por lo realmente importante.
También es posible explicar los estragos de una riada al constatar opciones humanas que provocaron daños enormes en un territorio, que bloquearon canales necesarios para el paso del agua, que construyeron edificios en zonas de riesgo.
Pero lo que resulta completamente falso es pensar que “la tierra”, o “la naturaleza”, tienen una personalidad que da premios o castigos, que se alegra o se entristece ante las acciones humanas.
La visión cristiana acepta que Dios tiene en sus manos todos los destinos del universo. También admite que Dios pueda permitir que los espíritus (ángeles y demonios) tengan ciertos poderes sobre el mundo material.
Sobre todo, Dios ha dado a los humanos una libertad con la que, por desgracia, podemos provocar enormes daños (guerras, especulación, robos, violencia sobre inocentes, abortos).
Esa misma libertad puede orientarse al bien: a ayudar a los débiles, a buscar maneras equilibradas de tratar a los vivientes que comparten con nosotros el mismo planeta, a cuidar una tierra en la que se desarrolla nuestra vida temporal.
La naturaleza no es divina, por más que lo repitan quienes acogen ideas paganas. Es una creatura que, mal usada, puede ser ocasión de enormes daños; o, usada según una justa medida, se convierte en una ayuda para crecer en el amor a Dios y a los hermanos. FP
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