Mateo, el publicano, tuvo la gran suerte de encontrarse con
Cristo y así su vida experimentó un gran cambio hasta convertirse en el gran
apóstol y evangelista que conocemos. Experimentó sin duda la angustia y la
tristeza del pecado desde su condición de publicano, pero después fue valiente
y decidido a la hora de abandonar aquella vida para ponerse de rodillas ante la
verdad de Dios que quería su corazón plenamente. Así se operó la conversión: de
publicano a santo.
Al pasar vio a un
hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: “Sígueme”
(Mt 9, 9). La misión de Cristo fue siempre la de salvar al hombre de
la esclavitud del mal. Parece que siempre está comprometido en esta lucha.
Cristo siempre pasa, y siempre se encuentra con alguien: con
Zaqueo, con la Samaritana, con la pecadora pública. Al pasar se encuentra con
Mateo, un publicano, un ser señalado por los judíos que se creían buenos, un
hombre de mala reputación, un pecador. Cristo se dirige a él y le ofrece otro
camino: cambiar la mesa de los impuestos por una vida de entrega generosa y
desinteresada a los demás, cambiar la vida de pecado por una vida de amistad
con Dios, cambiar en definitiva el corazón. Una auténtica conversión. Él acepta
esta invitación, porque la mirada de aquel hombre le había hecho comprender su
pobreza interior, la pobreza que siempre conlleva el pecado.
“Él se levantó y le
siguió” (Mt 9,9). Admira la prontitud con que
Mateo abandona su vida de pecado para abrazar el amor de Dios. No hace
consideraciones, no calcula las consecuencias, no regatea a Cristo. Deja
absolutamente todo y comienza una nueva vida al lado de Cristo. Realiza dos
gestos, sintetizados en dos palabras: ‘Se levantó’, como si se dijera que
abandona aquella mesa, símbolo de su vida pasada y de su pecado; y es que para
salir del pecado siempre hay que abandonar algo propio, personal. Y ‘le siguió’,
es decir, abrazó una nueva vida, una vida junto a Dios, una vida centrada en
otros valores, una vida nueva en Cristo. No fue sin duda fácil para Mateo esta
decisión, pero bien valía la pena probar otro camino distinto de aquel que se
había convertido para él en tantos momentos de dolor, de angustia y de
remordimiento.
“No he venido a
llamar a justos sino a pecadores” (Mt 9,13). Jesús aceptó la invitación de Mateo a comer en su casa, casa que se
llenó enseguida de publicanos y pecadores. Los fariseos preguntaron a los
discípulos por qué comía su Maestro con publicanos y pecadores. Pero fue Jesús
el que les respondió: “No necesitan
médico los que están fuertes sino los que están mal. Id, pues, a aprender lo
que significa aquello de: Misericordia quiero, no sacrificio” (Mt 9, 10-13).
Es maravilloso el comprender cómo el Corazón de Dios busca la
oveja perdida y cómo se llena de alegría verdadera y profunda cuando la
encuentra. Por eso se enfrenta con estas palabras tan consoladoras a aquellos
fariseos que se extrañaban de que el Maestro se sentara a la mesa con los
pecadores. No sabían aquellos hombres que Cristo había venido a salvar
precisamente a aquellos que ellos despreciaban y, más aún, ignoraban los
fariseos que tal vez era más fácil sacar del abismo del mal a personas que se
aceptaban pecadoras que a ellos mismos que se consideraban justos. JJF
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