1. “Curó a muchos
enfermos de diversos males”, anota, refiriéndose a Jesús, el evangelista San
Marcos (cf Marcos 1, 34). Jesucristo
se manifiesta así como médico de las almas y de los cuerpos (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1421).
Las curaciones son signos de la llegada del reino de Dios; de un acontecimiento
que comporta la salvación integral para el hombre entero.
La curación de las enfermedades anticipa una sanación más
radical, que tiene lugar por la Pascua de Cristo. El Señor, que “tomó nuestras
dolencias y cargó con nuestras enfermedades” (Mateo 8, 17), venció en la Cruz al mal y al pecado, triunfando
sobre las consecuencias del pecado: sobre la enfermedad, sobre el sufrimiento,
sobre la muerte. Todos estos aspectos sombríos de la condición humana han sido
asumidos y redimidos por el Hijo de Dios hecho hombre.
Esta apropiación del sufrimiento por parte del Redentor
permite contemplar la enfermedad con una mirada nueva, porque los caminos del
dolor han sido ya explorados por el Hijo de Dios, que los ha convertido en
caminos de vida. El sufrimiento, la enfermedad y el dolor tienen, desde la
Cruz, un sentido, una razón de ser, una finalidad: son ocasión propicia para
unirse a la pasión redentora del Salvador. Contemplando la Cruz, el hombre sabe
que jamás sufre solo, ni muere solo; tiene la posibilidad de morir con Cristo
para resucitar con Él, uniendo el propio padecer a la ofrenda del Señor que se
entrega por la salvación del mundo. El sufrimiento se transforma así en amor;
en un amor que vence al mal.
Juan Pablo II escribió en el año 1984, con el título
Salvifici doloris, una carta apostólica sobre el sentido cristiano del
sufrimiento humano. El Papa dio testimonio, durante los años de su enfermedad,
de la verdad de cuanto había escrito en ese texto. Realmente, la mejor
encíclica de Juan Pablo II fue su propia vida; fue el modo de asumir su
enfermedad y su muerte. Con su ejemplo puso de manifiesto que es posible
“aceptar nuestro propio sufrimiento y unirlo al sufrimiento de Cristo. De este
modo, ese sufrimiento se funde con el amor redentor y, en consecuencia, se
transforma en una fuerza contra el mal en el mundo” (Benedicto XVI, “Discurso”, 22 de Diciembre de 2005).
2. A pesar de los
progresos de la medicina, la enfermedad – física o psíquica - , el dolor y el
sufrimiento acompañan al hombre. Son, además de herencia del pecado, muestras
de nuestra caducidad y contingencia. En carne propia, o en la experiencia de
personas cercanas, todos hemos podido saludar a estos compañeros de viaje. Como
Job, cada uno de nosotros, en los momentos de angustia, podría quizá exclamar:
“al acostarme pienso: ¿cuándo me levantaré? Se alarga la noche y me harto de
dar vueltas hasta el alba. Mis días corren más que la lanzadera...” (cf Job 7, 1-4.6-7).
Cristo nos da la esperanza de saber que la enfermedad y el
sufrimiento no serán, como no lo fue la Cruz, lo definitivo. Cristo nos da la
posibilidad de transformarlos en ofrenda de amor. Y Cristo nos pide que estemos
al lado del que sufre, sabiendo que cada vez que nos acercamos a un enfermo,
nos estamos acercando al mismo Señor. “Venid, benditos de mi Padre, porque
estaba enfermo y me visitasteis” (cf
Mateo 25, 36).
3. La Iglesia continúa,
con la fuerza del Espíritu Santo, la obra de Jesucristo de curar y salvar. De
modo particular a través de los sacramentos de curación; el sacramento de la
Penitencia y el sacramento de la Unción de los Enfermos.
Debemos dejarnos curar por Cristo, como se dejó curar por Él
la suegra de Simón y tantos otros enfermos. Debemos ansiar que, en la confesión
personal, Cristo-Médico se incline sobre nuestra dolencia para restaurarnos y
devolvernos a la comunión fraterna (cf
Catecismo de la Iglesia Católica, 1484). Debemos valorar la Unción de los
Enfermos como sacramento especialmente destinado a reconfortar a los
atribulados por la enfermedad (cf
Catecismo de la Iglesia Católica, 1511). No podemos olvidar las palabras
del apóstol Santiago, que siguen teniendo plena vigencia:
“¿Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de
la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la
oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si
hubiera cometido pecados, le serán perdonados” (Santiago 5, 14-15). GJM
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