El
riesgo más grave que nos amenaza a todos es terminar viviendo una vida estéril.
Sin darnos cuenta vamos reduciendo la vida a lo que nos parece importante:
ganar dinero, no tener problemas, comprar cosas, saber divertirnos... Pasados
unos años nos podemos encontrar viviendo sin más horizonte ni proyecto.
Es
lo más fácil. Poco a poco vamos sustituyendo los valores que podrían alentar
nuestra vida por pequeños intereses que nos ayudan a «ir tirando». No es mucho,
pero nos basta con «sobrevivir» sin más aspiraciones. Lo importante es
«sentirnos bien».
Nos
estamos instalando en una cultura que los expertos llaman «cultura de la
intrascendencia». Confundimos lo valioso con lo útil, lo bueno con lo que nos
apetece, la felicidad con el bienestar. Ya sabemos que eso no es todo, pero
tratamos de convencernos de que nos basta.
Sin
embargo, no es fácil vivir así, repitiéndonos una y otra vez, alimentándonos
siempre de lo mismo, sin creatividad ni compromiso alguno, con esa sensación
extraña de estancamiento, incapaces de hacernos cargo de nuestra vida de manera
más responsable.
La
razón última de esa insatisfacción es profunda. Vivir de manera estéril
significa no entrar en el proceso creador de Dios, permanecer como espectadores
pasivos, no entender lo que es el misterio de la vida, negar en nosotros lo que
nos hace más semejantes al Creador: el amor creativo y la entrega generosa.
Jesús
compara la vida estéril de una persona con una «higuera que no da fruto». ¿Para
qué va a ocupar un terreno en balde? La pregunta de Jesús es inquietante. ¿Qué
sentido tiene vivir ocupando un lugar en el conjunto de la creación si nuestra
vida no contribuye a construir un mundo mejor? ¿Nos contentamos con pasar por
esta vida sin hacerla un poco más humana?
Criar
un hijo, construir una familia, cuidar a los padres ancianos, cultivar la
amistad o acompañar de cerca a una persona necesitada... no es «desaprovechar
la vida», sino vivirla desde su verdad más plena. JAP
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