En aquel tiempo,
Jesús dijo a sus discípulos: «Pasado el
sufrimiento de aquellos días, el sol se oscurecerá y la luna no dará
resplandor; las estrellas caerán del cielo y las fuerzas celestiales se
tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre entre nubes con gran poder
y gloria; él enviará entonces a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a
sus elegidos, desde el extremo de la tierra al extremo del cielo. Fíjense en el
ejemplo de la higuera: cuando sus ramas se ponen tiernas y brotan las hojas,
saben que el verano está cerca. Pues lo mismo ustedes, cuando vean que suceden
estas cosas, sepan que el Hijo del hombre ya está cerca, a la puerta. Les
aseguro que no pasará esta generación sin que todo esto suceda. El cielo y la tierra
pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto al día aquel y a la hora,
nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el Padre».
Reflexión
Se acerca el fin del año litúrgico. Por eso, los textos bíblicos de hoy nos hablan, como todos los años, de la vuelta gloriosa de Cristo, del fin del mundo, del juicio universal. Estas promesas entusiasmaban a los primeros cristianos. Era esta fe, esta espera activa, la que impresionaba a sus contemporáneos. Porque aquellos cristianos no vivían como los demás, es decir, como gente sin esperanza.
Se acerca el fin del año litúrgico. Por eso, los textos bíblicos de hoy nos hablan, como todos los años, de la vuelta gloriosa de Cristo, del fin del mundo, del juicio universal. Estas promesas entusiasmaban a los primeros cristianos. Era esta fe, esta espera activa, la que impresionaba a sus contemporáneos. Porque aquellos cristianos no vivían como los demás, es decir, como gente sin esperanza.
¿Y nosotros? La
verdad es que muchos de nosotros no se sienten familiarizados con estos
pensamientos. Nosotros no nos sentimos ni animados con estas promesas, ni
inquietados por estas amenazas tan lejanas. Pocos de nosotros alimentan su vida
religiosa con estos pensamientos. Sin embargo, estos sucesos tendrán lugar,
algún día:
·
Es cuestión de fe que Nuestro Señor ha de volver;
·
Es cuestión de fe que este mundo tendrá fin;
·
Es cuestión de fe que todos nosotros seremos juzgados.
Se puede dividir
a los cristianos de nuestro tiempo en dos categorías, según su actitud frente a
estos grandes sucesos que nos revela la fe.
1.
Los que no
esperan nada.
Tenemos en primer lugar
al grupo inmenso de cristianos que no velan, que no esperan nada, que no
aguardan nada.
Son aquellos que
se han instalado en el mundo y que viven confundidos con él, con todo lo que
esto significa. Son cristianos por educación y por algunas prácticas, con las
cuales creen haberse asegurado firmes derechos en la otra vida.
La vuelta
gloriosa de Cristo, el fin y el juicio de este mundo no son más que cosas
exageradas, que no están al alcance de su mentalidad. Ellos, desde luego, no
las esperan. Lo que esperan es todo lo contrario: que continúe lo más posible
su pobre vida y sus pobres caprichos de aquí abajo.
No es que no
creen en esos sucesos que el Evangelio anuncia. Los aceptan con docilidad, pero
sin interés, porque no ven en ellos nada que les pueda interesar.
2.
Los que esperan
la vuelta del Señor.
La verdadera fe
de un cristiano en la Parusía no tiene nada que ver con esa actitud. Un
auténtico cristiano aguarda con valentía y esperanza la vuelta del Señor.
“Toda la
creación gime en la espera de la manifestación de los hijos de Dios” dice San
Pablo. También nosotros: nuestra vida verdadera está oculta en Dios y sólo se
revelará cuando el Señor aparezca.
Pero mientras
espera esta aparición definitiva del Señor, el cristiano auténtico no está
inactivo. Por el contrario, esta fe en la Parusía le da ánimo para trabajar en
la preparación del Reino.
San Pablo creía
que el Señor volvería al mundo, cuando toda la tierra fuera evangelizada. Creía
que podía evangelizarla en el espacio de una vida humana. Y esta esperanza lo
lanzaba por todos los caminos del Imperio Romano.
También los
primeros cristianos esperaban a Cristo de un momento a otro. Por este motivo
ponían todos sus bienes en común. Por este motivo se alegraban también de las
persecuciones y del martirio. Cristo podía venir en cada instante y ¡ojalá que
los encontrara sufriendo y muriendo por Él!
Esto era lo que
le dio a la Iglesia primitiva aquel dinamismo tan extraordinario que convenció
y convirtió a los contemporáneos.
También a
nosotros, la esperanza en el triunfo final de Cristo debería entusiasmarnos en
la preparación de su Reino. Tenemos en nuestras manos los medios para salvar al
mundo: los sacramentos, la oración, el trabajo, fuentes inagotables de gracias.
El fin de los
tiempos no debe ser una catástrofe, sino una realización y una culminación.
Dios no quiere aniquilar este mundo, que tanto ha amado, sino que quiere
perfeccionarlo y salvarlo.
Y esta
perfección y salvación del mundo tiene que ser obra nuestra, obra de todos los
cristianos. Nosotros somos los responsables de humanizar, transformar, evangelizar
y divinizar el mundo.
Queridos
hermanos, hoy el Señor nos invita a hacer un acto de fe en su victoria eterna y
definitiva y, a convertirnos en colaboradores incansables en su Reino. ¡No
rechacemos esta invitación del Señor del mundo! NS
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