sábado, 1 de diciembre de 2018

El fin del mundo

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Pasado el sufrimiento de aquellos días, el sol se oscurecerá y la luna no dará resplandor; las estrellas caerán del cielo y las fuerzas celestiales se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre entre nubes con gran poder y gloria; él enviará entonces a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de la tierra al extremo del cielo. Fíjense en el ejemplo de la higuera: cuando sus ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, saben que el verano está cerca. Pues lo mismo ustedes, cuando vean que suceden estas cosas, sepan que el Hijo del hombre ya está cerca, a la puerta. Les aseguro que no pasará esta generación sin que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto al día aquel y a la hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el Padre».
Reflexión
Se acerca el fin del año litúrgico. Por eso, los textos bíblicos de hoy nos hablan, como todos los años, de la vuelta gloriosa de Cristo, del fin del mundo, del juicio universal. Estas promesas entusiasmaban a los primeros cristianos. Era esta fe, esta espera activa, la que impresionaba a sus contemporáneos. Porque aquellos cristianos no vivían como los demás, es decir, como gente sin esperanza.
¿Y nosotros? La verdad es que muchos de nosotros no se sienten familiarizados con estos pensamientos. Nosotros no nos sentimos ni animados con estas promesas, ni inquietados por estas amenazas tan lejanas. Pocos de nosotros alimentan su vida religiosa con estos pensamientos. Sin embargo, estos sucesos tendrán lugar, algún día:
·        Es cuestión de fe que Nuestro Señor ha de volver;
·        Es cuestión de fe que este mundo tendrá fin;
·        Es cuestión de fe que todos nosotros seremos juzgados.
Se puede dividir a los cristianos de nuestro tiempo en dos categorías, según su actitud frente a estos grandes sucesos que nos revela la fe.
1.     Los que no esperan nada.
Tenemos en primer lugar al grupo inmenso de cristianos que no velan, que no esperan nada, que no aguardan nada.
Son aquellos que se han instalado en el mundo y que viven confundidos con él, con todo lo que esto significa. Son cristianos por educación y por algunas prácticas, con las cuales creen haberse asegurado firmes derechos en la otra vida.
La vuelta gloriosa de Cristo, el fin y el juicio de este mundo no son más que cosas exageradas, que no están al alcance de su mentalidad. Ellos, desde luego, no las esperan. Lo que esperan es todo lo contrario: que continúe lo más posible su pobre vida y sus pobres caprichos de aquí abajo.
No es que no creen en esos sucesos que el Evangelio anuncia. Los aceptan con docilidad, pero sin interés, porque no ven en ellos nada que les pueda interesar.
2.     Los que esperan la vuelta del Señor.
La verdadera fe de un cristiano en la Parusía no tiene nada que ver con esa actitud. Un auténtico cristiano aguarda con valentía y esperanza la vuelta del Señor.
“Toda la creación gime en la espera de la manifestación de los hijos de Dios” dice San Pablo. También nosotros: nuestra vida verdadera está oculta en Dios y sólo se revelará cuando el Señor aparezca.
Pero mientras espera esta aparición definitiva del Señor, el cristiano auténtico no está inactivo. Por el contrario, esta fe en la Parusía le da ánimo para trabajar en la preparación del Reino.
San Pablo creía que el Señor volvería al mundo, cuando toda la tierra fuera evangelizada. Creía que podía evangelizarla en el espacio de una vida humana. Y esta esperanza lo lanzaba por todos los caminos del Imperio Romano.
También los primeros cristianos esperaban a Cristo de un momento a otro. Por este motivo ponían todos sus bienes en común. Por este motivo se alegraban también de las persecuciones y del martirio. Cristo podía venir en cada instante y ¡ojalá que los encontrara sufriendo y muriendo por Él!
Esto era lo que le dio a la Iglesia primitiva aquel dinamismo tan extraordinario que convenció y convirtió a los contemporáneos.
También a nosotros, la esperanza en el triunfo final de Cristo debería entusiasmarnos en la preparación de su Reino. Tenemos en nuestras manos los medios para salvar al mundo: los sacramentos, la oración, el trabajo, fuentes inagotables de gracias.
El fin de los tiempos no debe ser una catástrofe, sino una realización y una culminación. Dios no quiere aniquilar este mundo, que tanto ha amado, sino que quiere perfeccionarlo y salvarlo.
Y esta perfección y salvación del mundo tiene que ser obra nuestra, obra de todos los cristianos. Nosotros somos los responsables de humanizar, transformar, evangelizar y divinizar el mundo.
Queridos hermanos, hoy el Señor nos invita a hacer un acto de fe en su victoria eterna y definitiva y, a convertirnos en colaboradores incansables en su Reino. ¡No rechacemos esta invitación del Señor del mundo! NS

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