Texto del
Evangelio (Lc 24,46-53): En aquel
tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Así está escrito que Cristo padeciera y
resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la
conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde
Jerusalén. Vosotros seréis testigos de estas cosas. Mirad, voy a enviar sobre
vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad
hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto».
Los sacó hasta
cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los
bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, después de
postrarse ante Él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo, y estaban siempre en
el Templo bendiciendo a Dios.
«Mientras los bendecía, se separó
de ellos y fue llevado al cielo»
Comentario:
P. Abad Dom Josep ALEGRE Abad de Santa Mª de Poblet (Tarragona, España)
Hoy, Ascensión del Señor, recordamos nuevamente
la “misión que” nos sigue confiada: «Vosotros seréis testigos de estas cosas» (Lc 24,48). La Palabra de Dios sigue
siendo actualidad viva hoy: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo (...) y
seréis mis testigos» (Hch 1,8) hasta
los confines del mundo. La Palabra de Dios es exigencia de urgente actualidad:
«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15).
En esta Solemnidad resuena con fuerza esa
invitación de nuestro Maestro, que —revestido de nuestra humanidad— terminada
su misión en este mundo, nos deja para sentarse a la diestra del Padre y
enviarnos la fuerza de lo alto, el Espíritu Santo.
Pero yo no puedo sino preguntarme: —El Señor,
¿actúa a través de mí? ¿Cuáles son los signos que acompañan a mi testimonio?
Algo me recuerda los versos del poeta: «No puedes esperar hasta que Dios llegue
a ti y te diga: ‘Yo soy’. Un dios que declara su poder carece de sentido.
Tienes que saber que Dios sopla a través de ti desde el comienzo, y si tu pecho
arde y nada denota, entonces está Dios obrando en él».
Y éste debe ser nuestro signo: el fuego que arde
dentro, el fuego que —como en el profeta Jeremías— no se puede contener: la
Palabra viva de Dios. Y uno necesita decir: «¡Pueblos todos, batid palmas,
aclamad a Dios con gritos de alegría! Sube Dios entre aclamaciones, ¡salmodiad
para nuestro Dios, salmodiad!» (Sal
47,2.6-7).
Su reinado se está gestando en el corazón de los
pueblos, en tu corazón, como una semilla que está ya a punto para la vida.
—Canta, danza, para tu Señor. Y, si no sabes cómo hacerlo, pon la Palabra en
tus labios hasta hacerla bajar al corazón: —Dios, Padre de nuestro Señor
Jesucristo, dame espíritu de sabiduría y revelación para conocerte. Ilumina los
ojos de mi corazón para comprender la esperanza a la que me llamas, la riqueza
de gloria que me tienes preparada y la grandeza de tu poder que has desplegado
con la resurrección de Cristo.
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