La vida
de un hombre sin cultura es como una llanura desértica. La cultura nos facilita
interpretar en clave de verdad la realidad del mundo que nos rodea. Con la
cultura podemos despejar un poco de ese misterio que somos cada hombre. La
cultura enriquece al hombre, le lleva a profundizar en sus raíces y en su
historia. La cultura nos pone sobre la pista de nuestro pasado, nos hace
valorar lo que ha sido nuestra andadura sobre la tierra —la nuestra personal y
la de toda la historia del hombre—, y nos empuja —si es verdadera cultura—
hacia la verdad y, por ella, hacia la libertad.
Pero la
cultura de un hombre no se improvisa. Para llegar a tener un pensamiento
profundo, unas valoraciones acertadas, unos principios claros, unas referencias
ricas, es preciso dedicar a ello mucho tiempo y esfuerzo. Ser culto, además, no
es simplemente saber muchas cosas, sino, más bien, tener una explicación
coherente, y en clave de verdad, de lo que es el hombre y el mundo que le
rodea. Lo importante no es tener muchos conocimientos, sino que esos
conocimientos den una respuesta acertada a los problemas nuestros y de quienes
nos rodean. Porque, de lo contrario, ¿de qué nos sirve tener muchos
conocimientos, si luego resultan fragmentarios y contradictorios, si desconozco
por completo la verdad que pueda haber en ellos? No puede olvidarse que, sin un
criterio de verdad, la multiplicidad de conocimientos adquiridos desembocará en
una erudición simple y ramplona, pero no en una verdadera cultura.
Para ser
culto, para ir avanzando en esa lucha por cultivarse cada día un poco más, el
hombre ha de tener un proyecto personal mínimamente definido. Cada uno ha de
buscar una síntesis personal de sus intereses y necesidades en este sentido, y
contribuirá así a forjar conscientemente su propia personalidad y su actitud
ante la vida, y a esforzarse por superar la seductora mediocridad de esas
subculturas —superficiales, anónimas, masificadas— que a veces parece que se
nos quieren imponer, con una sutil y terca persistencia, y contra las que es preciso
oponer una auténtica búsqueda de la cultura, de una cultura que realmente nos
sirva para aprehender la realidad, vivir en ella y saber a qué atenernos.
La verdadera
cultura ha de servir para interpretar correctamente la vida, para hacerla más
humana, para descubrir sus posibilidades más genuinas y apuntar a sus más
auténticas aspiraciones. El hombre no se agota en su biología, sino que tiene
un mundo interior: puede ser sabio o ignorante, cultivado o tosco, lleno de
luces o cubierto de sombras, ordenado o caótico, coherente o ilógico, puede
buscar la verdad o sobrevivir como puede en el sórdido mundo del error, la
ignorancia o la mentira.
Se trata de
cultivar el propio mundo interior, sabiendo además que ese mundo siempre tiene
luego su consiguiente reflejo en el exterior de cada persona. Y no sólo el
carácter, sino hasta lo más aparentemente inmotivado del porte externo, como la
mirada, los gestos, el rostro, el mismo tono de la voz, todo eso, es matizado,
vivificado y mediatizado por el propio talante personal, por la propia forma de
ser, que nace de lo más profundo del hombre y donde al hombre se le presenta la
apasionante oportunidad de cultivarse, de proyectarse, de hacerse a sí mismo. Un
buen camino para mejorar el propio carácter es enriquecer el propio mundo
interior. Así, lo que de ese mundo interior salga luego al exterior se parecerá
lo más posible a lo que uno anda buscando. AA
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