El agua estaba encrespada. La marea era tan fuerte que cada ola escupía
cientos de estrellas de mar sobre la playa. Era un escenario desolador. De
repente, un nativo entró en la playa y comenzó a regresar al mar cuantas
estrellas podía.
Un extranjero se acercó a él y le dijo: «¿No ves que es inútil lo que
haces? Por cada estrella que recoges, otras cien caen sobre la ribera. Es un
trabajo interminable y sin razón». El oriundo lo miró sosteniendo delicadamente
una de ellas y le dijo: «Aunque sólo se salvara ésta, valdría la pena cualquier
esfuerzo». Y regresó inmediatamente a su labor.
El mundo está lleno de estos nativos que buscan hacer el bien, en
nuestra noticia su nombre es Protus Lumiti; la playa es el orfanato que dirige
en Nyumbani, en las afueras de Nairobi; y las estrellas son sus niños
seropositivos. El asilo se sostiene casi únicamente de donaciones extranjeras,
pues ni el país ni el continente están en grado de patrocinar obras tan
indispensables. Gracias a estas ayudas puede ofrece el mejor servicio posible,
y permite a Protus y a sus ayudantes dedicarse de lleno al cuidado de los
niños.
En el lugar hay casi cien pequeños, todos infectados por el nefasto virus.
Parecería apenas nada si se compara con los tres millones de chicuelos que
padecen de ella en todo el continente. Pero no. Cada uno de ellos vale todo el
esfuerzo y sacrificio de Protus. Por cada uno, él estaría dispuesto a entregar
su vida entera con tal de paliar un poco sus sufrimientos. Por esto no se
separa de ellos. Vive día y noche a su lado, sufre junto a ellos, sonríe para
ellos, se duele con ellos.
¿Cómo se puede perseverar en una tarea tan dura y a veces muy ingrata?
La respuesta nos la ofrece él mismo en un reportaje publicado en El País: «Siempre
duele, siempre le consume a uno. En 1999, cuando murió una niña de 11 años,
estuve a punto de irme, casi no pude resistirlo más. Era demasiado. Pero
entonces pensé que, si me iba, no sabía qué iba a ocurrir con las enfermeras,
las cuidadoras y el resto del personal; ¿se irían también, iban a seguir mi
ejemplo? Tenía que quedarme». Y se quedó.
Su serenidad es admirable. Su carácter apacible transmite tranquilidad a
quienes lo rodean; no podría ser de otro modo. Cuando se toca día y noche el
más crudo sufrimiento humano, o nuestra mente enloquece o nuestra alma se lanza
a las alturas, sube la escalera de Dios y aprende a ver el mundo con otros
ojos.
«Por supuesto que pregunto -dice- por qué tienen que sufrir unos niños
inocentes, por qué tienen que vivir todo esto. Pero sigo creyendo. En cierto
modo, nuestra espiritualidad, nuestra fe en Dios, se fortalece en este lugar».
Servir no es cosa fácil -menos aún entre enfermos de sida-, pero gracias
a personas como Protus la esperanza sigue iluminando el mundo. Y así, sabemos
que el mejor camino para que siga brillando es amando a todos y cada uno de los
que nos rodean. AG
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