“La herencia de Yahveh son los hijos,
recompensa el fruto de las entrañas... Dichoso el hombre que ha llenado de
ellas su aljaba; no quedará confuso cuando tenga pleito con sus enemigos en la
puerta” (Sal
127,3.5).
La imagen divina en el hombre
Dios, con la creación del
hombre y de la mujer a su imagen y semejanza, corona y lleva a la perfección la
obra de sus manos; los llama a una especial participación en su amor y al mismo
tiempo en su poder de Creador y Padre, mediante su cooperación libre y
responsable en la transmisión del don de la vida humana. El cometido
fundamental de la familia es el servicio a la vida, el realizar a lo largo de
la historia la bendición original del Creador, transmitiendo en la generación
la imagen divina de hombre a hombre (Cfr.
Gén 5,1-3).
La fecundidad es el fruto
y el signo del amor conyugal, el testimonio vivo de la entrega plena y
recíproca de los esposos: El cultivo auténtico del amor conyugal y toda la
estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar de lado los demás
fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar con
fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien por medio
de ellos aumenta y enriquece diariamente su propia familia. La fecundidad del
amor conyugal no se reduce a la sola procreación de los hijos, aunque sea
entendida en su dimensión específicamente humana: se amplía y se enriquece con
todos los frutos de vida moral, espiritual y sobrenatural que el padre y la
madre están llamados a dar a los hijos y, por medio de ellos, a la Iglesia y al
mundo. La doctrina de la Iglesia sobre la transmisión de la vida se encuentra
hoy en una situación social y cultural que la hace a la vez más difícil de
comprender y más urgente e insustituible para promover el verdadero bien del
hombre y de la mujer.
Lógica del don
Cuando el hombre y la
mujer, en el matrimonio, se entregan y se reciben recíprocamente en la unidad
de ‘una sola carne’, la lógica de la entrega sincera entra en sus vidas. Sin
aquélla, el matrimonio sería vacío, mientras que la comunión de las personas,
edificada sobre esa lógica, se convierte en comunión de los padres. Cuando
transmiten la vida al hijo, un nuevo ‘tú’ humano se inserta en la órbita del
‘nosotros’ de los esposos, una persona que ellos llamarán con un nombre nuevo:
‘nuestro hijo...; nuestra hija...’.
“He adquirido un varón con el
favor del Señor” (Gén 4,1), dice Eva, la primera mujer de la
historia. Un ser humano, esperado durante nueve meses y ‘manifestado’ después a
los padres, hermanos y hermanas. El proceso de la concepción y del desarrollo
en el seno materno, el parto, el nacimiento, sirven para crear como un espacio
adecuado para que la nueva criatura pueda manifestarse como ‘don’. Así es,
efectivamente, desde el principio. ¿Podría, quizás, calificarse de manera
diversa este ser frágil e indefenso, dependiente en todo de sus padres y
encomendado completamente a ellos? El recién nacido se entrega a los padres por
el hecho mismo de nacer. Su vida es ya un don, el primer don del Creador a la
criatura.
El hijo no es un derecho de los padres
El hijo no es un derecho
sino un don. El don más excelente del matrimonio es una persona humana. El hijo
no puede ser considerado como un objeto de propiedad, a lo que conduciría el
reconocimiento de un pretendido «derecho al hijo». A este respecto, sólo el
hijo posee verdaderos derechos: el de ser el fruto del acto específico del amor
conyugal de sus padres, y tiene también el derecho a ser respetado como persona
desde el momento de su concepción. Por tanto además de rechazar la fecundación
heteróloga, la Iglesia es contraria desde el punto de vista moral a la
fecundación homóloga in vitro, es decir entre los mismos esposos; ésta es en sí
misma ilícita y contraria a la dignidad de la procreación y de la unión
conyugal.
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