Si a comienzos de febrero de este año me decían que
íbamos a pasar el otoño y el invierno en cuarentena, me hubiera parecido
imposible. Hemos atravesado ya distintas etapas y la pandemia nos ha cambiado
la vida a todos. La práctica de la medicina no es la excepción. Sin embargo,
confieso que no es equiparable la atención de un paciente vía videoconsulta con
la posibilidad de hacerlo de formar presencial, mirarlo a los ojos, tocarlo.
Sucede que nuestra consulta comienza cuando se abre
la puerta del consultorio y le estrechamos la mano al paciente. En ese saludo
evaluamos desde el sudor de su palma hasta la presión que ejerce al
estrecharla, práctica que por ahora no podemos realizar. También observamos
cómo se acomoda en la silla, cómo nos mira, su expresión.
Siempre me gusta recordar que el progreso más
importante en la historia de la medicina ha sido la ‘silla’, que simboliza la
relación médico-paciente y la prevención de la enfermedad, hoy debilitada por
la tecnología.
Cada vez que realizo una videoconsulta siento que
me falta ‘algo’ en la atención. La enorme incertidumbre que nos ha generado la
pandemia está presente en todos los pacientes. Una incertidumbre inédita, por
cierto, que hace que muchos de ellos se angustien y lloren, por miedo a
morirse, ante la pantalla de la computadora. Pero la contención es diferente. Es
por eso que debemos aprender esta nueva normalidad médica para lograr estar
cerca de nuestros pacientes.
Algo similar les sucede a aquellos profesionales
que ejercen en las unidades de cuidados intensivos: la imposibilidad de poder
contener a una persona que ingresa sola, asustada por su vida, sin la compañía
de un familiar ni la seguridad que muchas veces brinda la proximidad de una
enfermera, del kinesiólogo o del médico, genera un sufrimiento tremendo.
El caso que más me conmocionó es el del padre que
no pudo ver a su hija antes de morir. Cruzó la Argentina y no lo dejaron pasar
los controles sanitarios. Una interpretación desmedida de una reglamentación
que ocasionó que su hija se muera sola.
No podemos perder de vista que detrás de los
números que damos todos los días en cada reporte hay personas, historias,
recuerdos. Debemos comprender que la muerte es inherente a la vida y que su
proceso debe ser humano. Nadie se quiere morir solo en una terapia intensiva,
lleno de cables y enchufado a una máquina que respire por nosotros. Para mí, y
para todos, deseo una muerte digna, en mi casa, en mi cama, con mis afectos y
sin dolor.
La pandemia ha generado que si entras a un centro
de salud quedas aislado, solo, con un sufrimiento enorme. Y, si morís, no tienes
la posibilidad de que te despidan. No sabemos cuánto va a tardar en llegar la
vacuna o si este virus se va a debilitar, pero debemos en forma inmediata
generar protocolos para amortiguar el dolor que genera cada pérdida humana.
Tampoco podemos desconocer el impacto emocional,
social y económico que esta pandemia ha tenido sobre los trabajadores de la
salud. El cansancio de la sociedad luego de más de 140 días de cuarentena es
lógico, pero más agotado está el sistema sanitario, con 17 mil contagios y 60
muertes entre profesionales de la salud, con sobrecarga de tareas por ser la
primera línea de batalla contra la pandemia del Covid-19.
Es por eso imprescindible apelar hoy a la
responsabilidad individual y a la conciencia pública. No es cuestión de
ideologías. No hay fármacos ni vacunas contra esta enfermedad y cada día que
pasa es más difícil mantener el confinamiento. Cada uno de nosotros debe
conocer los riesgos, ser solidario, ayudando con nuestro comportamiento a
detener la expansión de este virus. Sentirnos parte de esta cooperación.
Si mantengo la distancia, uso el barbijo
correctamente y me lavo las manos, debo hacerlo por patriotismo, porque quiero
que este virus salga de la Argentina. Mi tarea como médico asistencial y
comunicador en este momento es cuidar la salud y también los medios de vida. En
esta etapa debemos trabajar en la reducción de riesgos y daños, con prácticas
seguras. Ahora es crucial redoblar los esfuerzos para cuidarnos en cada acción
que emprendamos: si vamos a ir a trabajar y debemos tomar el tren y luego un
colectivo o si debemos atender a un cliente o abrir un restaurante.
Es imposible luego de cinco meses que los abuelos
no vean a sus nietos o que los jóvenes no salgan a sociabilizar, tomando una
cerveza, parados en una esquina o un café. Pero debemos insistir con campañas
basadas en la solidaridad hacia el prójimo, siguiendo las pautas de prevención
que todos ya conocemos.
Si sospechas que tienes Covid o te han
diagnosticado la enfermedad, debes avisarles a aquellos contactos con los que
hayas estado, para que esas personas estén pendientes también de su salud, la
de sus hijos y padres. Los virus no tienen cerebro, pero nosotros sí. Cada uno
de nosotros tiene un rol que cumplir en la pandemia, no importa la edad,
ocupación, ni región en la que vivamos. Podemos romper la cadena de transmisión
y así todos podremos recuperar antes la forma de vida que tanto extrañamos. JT
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