Todos
habremos oído alguna vez el clásico comentario, normalmente poco objetivo y
casi siempre acompañado de una discreta muestra de orgullo, que la madre del
adolescente perezoso, apesadumbrada ante sus deficientes resultados académicos,
suele acabar haciendo a su profesor: “sabe usted, si el chico es muy
inteligente...; lo que pasa es que es un poco vago...”
Cuando
oigo comentarios de ese estilo, siempre pienso que, en el fondo, no es así. Que
esos chicos no son inteligentes.
Pienso,
como Shakespeare, que fuertes razones hacen fuertes acciones. Que ser
inteligente, en el sentido más propio de la palabra, proporciona una lucidez
que siempre conduce a un refuerzo de la voluntad.
No niego
que ese chico pueda tener un alto coeficiente de capacidad especulativa del
tipo que sea. Pero eso no es ser inteligente. Ser inteligente es algo más que
multiplicar muy deprisa, gozar de una elevada capacidad de abstracción o de una
buena visión en el espacio, o cosas semejantes. Obtener una puntuación elevada
en un test, del tipo que sea, es algo que, por sí sólo, arregla muy pocas cosas
en la vida.
Entre
otras cosas, porque si ese chico fuera realmente tan inteligente, como asegura
su madre, es seguro que se habría dado cuenta de que, así, con esa pereza y esa
falta de voluntad, no va a hacer nada en su vida. Habría visto que si no se
esfuerza decididamente por fortalecer su voluntad, toda su supuesta
inteligencia quedará absolutamente improductiva. Habría comprendido que lleva
camino de ser uno más de los muchos talentos malogrados por usar poco la
cabeza. Y hace tiempo que se habría ocupado de cambiar.
De todas
formas, aun admitiendo que ese tipo de personas fueran inteligentes, debieran
darse cuenta de que el valor real del hombre no depende de la fuerza de su
entendimiento, sino más bien de su voluntad. Que la persona desprovista de
voluntad no logra otra cosa que amargarse ante la lamentable esterilidad en que
quedan sumidas sus propias dotes intelectuales.
Quizá las
personas más desgraciadas sean las grandes inteligencia huérfanas de voluntad.
Por eso
se equivocan radicalmente los padres que se enorgullecen tanto del talento de
sus hijos y en cambio apenas hacen nada por que sean personas esforzadas y
trabajadoras. Igual que esos hijos presuntuosos que hacen tanta ostentación de
su pereza como de su gran inteligencia, y suelen luego acabar en situaciones
personales lamentables. O como aquellos profesores que sólo juzgan los
conocimientos, como si la enseñanza no fuera más que una gasolinera donde se
administran conocimientos a los alumnos y se comprueba posteriormente su nivel
de llenado.
Por otra
parte, la voluntad es una potencialidad humana que crece con su ejercicio
continuado, cuando se va entrenando en direcciones determinadas. Esta
consolidación de la voluntad admite una sencilla comparación con la fortaleza
física: unos tienen de natural más fuerza de voluntad que otros, pero lo
decisivo es la educación que se reciba y el entrenamiento que uno haga. AA
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