Texto del Evangelio (Mt 9,18-26): En aquel
tiempo, Jesús les estaba hablando, cuando se acercó un magistrado y se postró
ante Él diciendo: «Mi hija acaba de morir, pero ven, impón tu mano sobre ella y
vivirá». Jesús se levantó y le siguió junto con sus discípulos. En esto, una
mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años se acercó por detrás y
tocó la orla de su manto. Pues se decía para sí: «Con sólo tocar su manto, me
salvaré». Jesús se volvió, y al verla le dijo: «¡Ánimo!, hija, tu fe te ha
salvado». Y se salvó la mujer desde aquel momento.
Al
llegar Jesús a casa del magistrado y ver a los flautistas y la gente
alborotando, decía: «¡Retiraos! La muchacha no ha muerto; está dormida». Y se
burlaban de Él. Mas, echada fuera la gente, entró Él, la tomó de la mano, y la
muchacha se levantó. Y la noticia del suceso se divulgó por toda aquella
comarca.
«Tu
fe te ha salvado»
Comentario: Rev. D. Antoni
CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Hoy, la liturgia de
la Palabra nos invita a admirar dos magníficas manifestaciones de fe. Tan
magníficas que merecieron conmover el corazón de Jesucristo y provocar
—inmediatamente— su respuesta. ¡El Señor no se deja ganar en generosidad!
«Mi hija acaba de
morir, pero ven, impón tu mano sobre ella y vivirá» (Mt 9,18). Casi podríamos decir que con fe firme ‘obligamos’ a
Dios. A Él le gusta esta especie de obligación. El otro testimonio de fe del
Evangelio de hoy también es impresionante: «Con sólo tocar su manto, me
salvaré» (Mt 9,22).
Se podría afirmar
que Dios, incluso, se deja ‘manipular’ de buen grado por nuestra buena fe. Lo
que no admite es que le tentemos por desconfianza. Éste fue el caso de
Zacarías, quien pidió una prueba al arcángel Gabriel: «Zacarías dijo al ángel:
‘¿En qué lo conoceré?’» (Lc 1,18). El
Arcángel no se arredró ni un pelo: «Yo soy Gabriel, el que está delante de Dios
(...). Mira, te vas a quedar mudo y no podrás hablar hasta el día en que
sucedan estas cosas, porque no diste crédito a mis palabras, las cuales se
cumplirán a su tiempo» (Lc 1,19-20).
Y así fue.
Es Él mismo quien
quiere ‘obligarse’ y ‘atarse’ con nuestra fe: «Yo os digo: Pedid y se os dará;
buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá» (Lc
11,9). Él es nuestro Padre y no quiere negar nada de lo que conviene a sus
hijos.
Pero es necesario
manifestarle confiadamente nuestras peticiones; la confianza y connaturalizar
con Dios requieren trato: para confiar en alguien le hemos de conocer; y para
conocerle hay que tratarle. Así, «la fe hace brotar la oración, y la oración
—en cuanto brota— alcanza la firmeza de la fe» (San Agustín). No olvidemos la alabanza que mereció Santa María:
«¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de
parte del Señor!» (Lc 1,45).
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