Hay ocasiones en las que ser fiel al Evangelio implica el
riesgo de un fracaso en la familia, en el trabajo, en la vida social. ¿Qué
hacer, entonces?
La pregunta se presenta continuamente en los corazones de
muchos católicos. Un empresario sabe que tiene que pagar buenos salarios, pero
que así puede perder la competitividad y llegar a la quiebra. Un esposo o una
esposa, sabe que no debe usar anticonceptivos, pero la otra parte le amenaza
con la expulsión del hogar o con el divorcio. Un farmacéutico sabe que no debe
vender pastillas que implican un uso contrario a la moral católica, pero si no
las vende quedará aislado en el mercado y terminará por cerrar la farmacia. Un
distribuidor de libros sabe que no es correcto favorecer la venta de libros
contrarios a la doctrina católica, pero si actúa así se arriesga al fracaso.
Las situaciones son infinitas. En el fondo de las mismas se
esconde la pregunta inicial: ¿qué hacer, cómo actuar? ¿hasta qué punto vale la
pena ser fieles a Cristo cuando luego uno puede quedar abandonado a su suerte,
como un soñador derrotado?
Plantear así la cuestión implica un error de perspectivas.
Porque con este tipo de preguntas parece que la alternativa está entre ser
fieles a Cristo y ser prácticos y realistas. En otras palabras, Cristo queda
puesto como un obstáculo a la ‘realización personal’, porque uno llega a pensar
que lo que Cristo pide sería ‘peligroso’: seguirle implica dar un salto en el
vacío que puede llevar al fracaso.
En realidad, quien conoce de verdad a Cristo, quien sabe lo
que Él ha hecho por uno mismo y por todos los hombres, quien aprecia el cielo
como la meta auténtica de toda existencia humana, quien siente en su corazón el
abrazo de la misericordia, quien vive a fondo la fe y la esperanza, no puede
tener miedo.
Cristo es, para el que cree en serio, lo más importante. Más
importante que su puesto de trabajo, que su vida matrimonial, que sus
seguridades humanas, que su dinero, que su salud.
Es fácil decirlo y parece muy difícil vivir de esta manera.
Pero quien ama de veras, y amamos de veras cuando nos sentimos muy amados por
un Dios bueno, es capaz de eso y de mucho más.
Los mártires son, en ese sentido, un ejemplo luminoso: están
dispuestos a perder la propia vida en manos de perseguidores asesinos antes que
renunciar a Cristo. Han vivido la coherencia heroica del cristiano.
La vida de tantos mártires, hombres y mujeres, sirve de luz
para la vida de todo bautizado. Su testimonio es la consecuencia de quien sabe
lo que podemos leer en uno de los textos más hermosos de quien lo dejó todo por
Cristo, Pablo de Tarso:
“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la
tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los
peligros?, ¿la espada? Como dice la Escritura: ‘Por tu causa somos muertos todo
el día; tratados como ovejas destinadas al matadero’. Pero en todo esto salimos
vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte,
ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro,
ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura alguna,
podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8,35-39).
Después de dos mil años, podemos decir, desde una experiencia
que salva, que ni los impuestos, ni las amenazas, ni el paro, ni las ideas
dominantes son suficientes para hacer que nos apartemos de quien nos ha dado su
Cuerpo y su Sangre para salvarnos, de quien nos invitó a ser, para siempre, sus
amigos. FP
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