Desde los principios del Cristianismo la ‘Cuaresma marcó para los
cristianos un tiempo de gracia, oración, penitencia y ayuno, a fin de obtener
la conversión’. Ella nos hace recordar las palabras del Maestro divino: “Si no
hicieres penitencia, todos pereceréis” (Lc
13,3).
Esos cuarenta días que preceden a la Semana Santa, son colocados por la
Iglesia para que cada uno de nosotros se prepare para la mayor de todas las
Solemnidades litúrgicas del año, la Pascua, la gran celebración de la
Resurrección de Jesús, la victoria de Él y nuestra sobre el Mal, sobre el
pecado, sobre la muerte y sobre el infierno.
La Carta apostólica del Papa Pablo VI, aprobando las Normas Universales del
Año 0 Litúrgico y el nuevo Calendario Romano general, dice, en el n. 28: “El
tiempo de la Cuaresma va de Miércoles de Cenizas hasta la Misa en la Cena del
Señor (Jueves Santo, a la tarde), inclusive”.
Jesús
está presente en la Liturgia
La celebración litúrgica no es mero recuerdo del pasado, algo que ocurrió
con Jesús y pasó, no. Jesús está presente en la Liturgia. El Catecismo dice
que: “Por la liturgia, Cristo, nuestro redentor y sumo sacerdote, continúa en
su Iglesia, con ella y por ella, la obra de nuestra redención”. (§1069). Esto es, por la Liturgia de la
Iglesia Él continúa salvándonos, especialmente por los Sacramentos, y hace
tornar presente nuestra redención.
Pero, para que el cristiano pueda beneficiarse de esa celebración precisa
estar preparado, con el alma purificada y el corazón sediento de Dios. La Iglesia
recomienda sobre todo que vivamos aquello que ella llama de “remedios contra el
pecado” (ayuno, limosna y oración), que Jesús recomendó en el Sermón de la
Montaña (Mt 6, 1-8) y que la Iglesia
nos coloca delante de los ojos ya el Miércoles de Cenizas, en la apertura de la
Cuaresma.
Meta
de la Cuaresma
La meta de la Cuaresma es la expiación de los pecados; pues ellos son la
lepra del alma. No existe nada peor que el pecado para el hombre, la Iglesia y
el mundo. Todos los ejercicios de piedad y
de mortificación tienen como objetivo librarnos del pecado.
El ayuno fortalece el espíritu y la voluntad para que las pasiones
desordenadas, especialmente aquellas que se refieren al cuerpo (gula, lujuria,
pereza), no dominen nuestra vida y nuestra conducta. La limosna socorre al
pobre necesitado y produce en nosotros el desapego y el despojamiento de los
bienes terrenales; esto nos ayuda a vencer la ganancia y el apego al dinero. La oración fortalece el alma en el combate contra
el pecado. Jesús recomendó en la noche de su agonía: “Vigilad y orad, el
espíritu es fuerte pero la carne es débil”.
La Palabra de Dios nos enseña: “Es buena la oración
acompañada del ayuno y dar limosna vale más que juntar tesoros de oro, porque
la limosna libra de la muerte, y es la que borra los pecados, y hace encontrar
la misericordia y la vida eterna” (Tb 12,
8-9).
“El agua apaga el fuego ardiente, y la limosna
resiste a los pecados” (Eclo 3,33). “Encierra
la limosna en el seno del pobre, y ella rogará por ti para librarte de todo el mal”
(Eclo 29,15).
Jesús enseñó: “Es necesario orar siempre sin jamás
dejar de hacerlo” (Lc 18,1b); “Vigilad
y orad para que no entréis en tentación” (Mt
26,41a); “Pedid y se os dará” (Mt
7,7). Y San Pablo recomendó: “Orad sin cesar” (1 Ts 5,17).
Cuaresma es, pues, tiempo de rompimiento total con
el pecado. Algunos piensan que no tienen pecado, se juzgan irreprensibles, como
aquel fariseo de la parábola que despreciaba al pobre publicano (Lc 18,10 ss); pero en verdad, muchas
veces no perciben los propios pecados por causa de una consciencia malformada
que acaba encubriéndolos. Para no caer en este error tenemos que comparar
nuestra vida con aquellos que fueron los modelos de santidad: Cristo y los
Santos.
Así podemos prepararnos para el Banquete pascual
glorioso, encontrándose con el Señor resucitado y glorioso con el alma renovada
en su amor. GP
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