—¿Y no es mejor dejar pasar el tiempo? Quizá
esa inquietud luego se resuelva en nada. Si tiene que venir, ya vendrá.
Pienso que es
mejor tratar de resolver la duda, no dejarla correr sin más. C. S. Lewis, en
sus ‘Cartas del diablo a su sobrino’, explica con agudeza cómo la mayor parte
de las buenas acciones de los hombres dejan de realizarse, simplemente, por la
tendencia a no pensar seriamente en ellas, por dejarlas para después.
‘Es curioso
-comenta el diablo veterano a su sobrino, un tentador menos experimentado- que
los mortales nos pinten siempre dándoles ideas, cuando, en realidad, nuestro
trabajo más eficaz consiste en evitar que se les ocurran’. Y cuenta el caso de
una persona que estaba enfrascada en una interesante lectura. Sus pensamientos
iban acercándose a comprender sus obligaciones con Dios. Su tentador vio
enseguida que sería inútil defender sus posiciones a base de razonamientos y
dirigió su ataque, inmediatamente, hacia aquella parte de aquel hombre que
tenía mejor controlada: le sugirió que ya era hora de comer. El hombre se
resistió inicialmente, argumentando que aquellos pensamientos eran mucho más importantes
que la comida, a lo que el veterano diablo repuso que, efectivamente, aquello
era demasiado importante como para abordarlo con el estómago vacío. Era mejor
estudiarlo a fondo, con la mente despejada, después de comer. Una vez en la
calle, el tentador había ganado la batalla. Bastó con hacerle fijarse en unas
cuantas cosas del bullicio urbano para que, a los pocos minutos, estuviera
convencido de que cualquier idea extraña que pudiera pasársele por la cabeza a
un hombre encerrado a solas con sus libros, una sana dosis de ‘vida real’ era
suficiente para demostrarle que ‘ese tipo de cosas’ no pueden ser verdad.
Muchas veces,
el principal trabajo de nuestros tentadores es, simplemente, alejarnos de la
tarea de pensar. La fe, o la vocación, no corren peligro habitualmente, como
muchos creen, por pensar demasiado, sino por sustituir el razonamiento por unas
sencillas percepciones acerca de si esas ideas son actuales o superadas,
modernas o convencionales, si se llevan o no se llevan, si ‘tienen futuro’ o no
lo tienen. La imagen sustituye a la argumentación, el flujo de experiencias
sentimentales sustituye a la razón, y el barullo de la supuesta ‘vida real’ -sin
preguntarse qué entiende por ‘real’- sustituye a cualquier análisis profundo
sobre el sentido de su vida.
Toda tentación
tiende a apartar a Dios en nuestra vida, a poner por delante otras cosas que,
en ese momento, consideramos más urgentes o necesarias. Vemos entonces las
cosas de Dios como un tanto irreales. Además, es muy propio de esa tentación adoptar
una apariencia moral. Aparece siempre con la pretensión del verdadero realismo.
No nos invita directamente a hacer el mal, porque eso sería muy burdo. Finge
mostrarnos la mejor opción: abandonar lo ilusorio y emplear eficazmente
nuestras fuerzas en unas tareas buenas, pero que no son las que Dios nos está
pidiendo.
—Es verdad que a veces rehuimos la tarea de
pensar, pero puede darse el caso contrario, de que nos enredemos un poco de
tanto darle vueltas a las cosas, y eso no es un buen modo de dilucidar cuál es
nuestro camino.
Por supuesto.
Hay que conocerse a uno mismo. Si tenemos tendencia a complicarnos y a cargar
nuestra cabeza con extremos, puede suceder eso que dices, y entonces hemos de
procurar no complicarnos. Pero, si tendemos más bien a ser demasiado tranquilos
o un poco despreocupados, es probable que, si tenemos esas inquietudes, no sean
una obsesión ni un escrúpulo, sino una cuestión sobre la que debemos
reflexionar con hondura.
—Pero hay muy pocos que se entreguen por completo
a Dios, y por tanto sería rarísimo que fuera precisamente mi caso.
Quizá no sean
tan pocos. Pero, aunque fueran muy pocos, si esos pocos siguieran esa
argumentación que tú haces, y pensaran que por ser pocos no será su caso
personal, eso les llevaría al error sobre su propio camino. Es mejor no ponerse
a la defensiva. No debes ver la llamada de Dios como un riesgo que evitar. Si
caes en ese planteamiento, pronto te encontrarás manteniendo distancias con
Dios, con miedo a que te pida demasiado. Y te encontrarás, entonces, con una
íntima insinceridad, con una sutil falsedad interior que empaña tu vida y te
paraliza. La sinceridad con uno mismo es vital para tener paz interior.
Si te
enfrentas con serenidad y honradez a esas inquietudes tuyas, quizá compruebes
que, a medida que avanzas, a medida que cotejas el relato de tu vida con el del
Evangelio, todo se va llenando de claridad. Y quizá también de sorpresa. Esas
preguntas que ayer te parecían para gentes extrañas o lejanas, están ahí,
ahora, más cerca, acechando tu rostro y tu alma. ‘¿Y si me entregara a Dios?’ Y
te encuentras, quizá, respondiéndote de inmediato, algo nervioso: ‘¡Calla!’ Pero
luego vuelve el pensamiento: ‘¿No estará Dios queriendo decirme algo?’ Son
sugerencias, impresiones, interrogantes, a veces casi imperceptibles, porque
Dios habla bajito, pero te está pidiendo respuesta.
Quizá eludes
la oración o, cuando rezas, no quieres planteártelo a fondo. Hablas con Dios de
mil cosas pero, como si fuese la soga en casa del ahorcado, pasas de puntillas
sobre este tema. Y, si comprendes que debes ser más templado, para purificar el
alma y ver más claro, no te lo tomas en serio. Y, si te das cuenta de que
deberías comentarlo con una persona que pueda realmente ayudarte, vas dando
largas al asunto y no lo haces. O ves que te convendría hacer un retiro
espiritual, pero nunca tienes tiempo para eso. Y van pasando los días, los
meses, los años. Y, si te remuerde la conciencia, enseguida repones que no hay
que meterse presión a uno mismo con el tema, que en las cosas importantes no
debe haber prisas.
Te cuesta
acometer el costoso presente y quizá, casi sin darte cuenta, sacrificas a eso
tu futuro. No es demasiado novedoso. Así sucedió a Esaú, según cuenta el libro
del Génesis, aquel día que ‘llegó del campo, agotado, y dijo a su hermano
Jacob: Te ruego que me des a comer de ese guiso tuyo, pues estoy muy cansado. Y
Jacob respondió: Véndeme a cambio tu primogenitura. Entonces dijo Esaú: Estoy
que me muero. ¿Qué me importa la primogenitura? Y dijo Jacob: Júramelo ahora
mismo. Y él se lo juró, y vendió a Jacob su primogenitura. Jacob dio a Esaú el
pan y el guiso de lentejas, y este comió y bebió, se levantó y se fue. Así menospreció
Esaú la primogenitura’. El comportamiento de Esaú refleja que era un hombre
centrado en las necesidades materiales inmediatas, sin pararse a pensar mucho
en las consecuencias a largo plazo de sus acciones. Le pareció que la
primogenitura, con todas sus bendiciones materiales y espirituales futuras, era
de poco valor frente a aquel plato de lentejas, tan atractivo y seductor en el
presente.
—¿Qué aconsejas hacer, entonces?
Asegurarse de
que no vendemos nuestra primogenitura por un plato de lentejas. Juan Pablo II ofrecía
un programa para esto: ‘Necesitaréis el consejo de vuestros sacerdotes, de
vuestros padres, de vuestros maestros. Y necesitaréis de la guía divina. Orad.
Confiad en Cristo. Abridle vuestros corazones. Abrid vuestros corazones de par
en par a Cristo. No tengáis miedo. Sed generosos. Quien da poco, cosechará
poco. El que da con generosidad, recogerá una cosecha abundante. Podéis contar
con la gracia de Dios’.
‘No hay que
conformarse con rezar para que el Señor suscite vocaciones. Es preciso estar
personalmente atentos a la llamada que Él quiera dirigiros; y es preciso
también que no falte el valor de responder generosamente a esa llamada’.
A lo mejor ves
la llamada de Dios como un rayo que está a punto de derribar algunas de tus
ilusiones. Como algo que reclama una serie de cosas que te habías reservado
para ti mismo. Como una intrusión que pone al descubierto apegamientos,
flaquezas, reductos que te parecían intocables. Sientes como si la mano de Dios
fuese a complicarte la vida, como muchos se apresuran a señalarte. Y todo eso
te detiene. Estás dispuesto a dar la ropa usada a la parroquia, a emplear unas
horas en alguna tarea piadosa, a colaborar con un generoso donativo en la
campaña en favor del hambre, o de lo que sea, pero… ¿a dar tu vida?
Es lógico que
estés muy enamorado de tus proyectos y te cueste cambiarlos por los proyectos
de Dios. Y quizá por eso te cuesta dedicar tiempo a Dios (aunque dispones
generosamente de ese tiempo cuando se trata de tus ocupaciones preferidas), y
todo eso hace que vayas tan despacio, lento, muy lento.
San Jerónimo
Emiliano tenía un palacio del Renacimiento espléndido, como convenía a su
condición de aristócrata, lleno de obras de arte, criados y lujos palaciegos.
Pero lo abandonó todo por amor a Dios. Y toda Venecia lo vio distribuyendo sus
riquezas entre los pobres. Y San Francisco de Asís, y muchos otros, renunciaron
a sus posesiones para llevar una vida llena de austeridad. A ti quizá no te
pida eso. Pero te pide, desde luego, que te liberes de lo que te apega a las
cosas que te apartan de Él. Quizá las riquezas que lastran tu camino sean tus
ataduras a la comodidad, a tu tiempo, a unos proyectos buenos, pero distintos
de los que Dios te plantea. AA
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