Una
preocupación milenaria del hombre fue procurarse la comida de cada día y
conservarla ya que su vida transcurría entre momentos de abundancia y escasez.
Casi fortuitamente fue descubriendo formas de conservación. Una de ellas es la
fermentación, proceso a través del cual algunos vegetales, leches o carnes, en
presencia de acción microbiana, transforman su matriz y adquieren nuevas
características físicas, sensoriales, mayor palatabilidad, estabilidad y un
conjunto de nutrientes y componentes benéficos para la salud y nutrición. Más allá de la connotación que reviste la palabra “alimento fermentado” para algunos, se trata de un genuino proceso de agregación de valor.
El yogur es
probablemente uno de los ejemplos vivientes más antiguos de fermentación y en el
cual aún la transformación industrial sigue replicando los mismos
procedimientos artesanales de siempre: fermentos, temperatura y tiempo
transforman la leche de origen en un producto más estable y bacteriológicamente
seguro, facilita la tolerancia a la lactosa, se producen proteínas (péptidos)
con acción en varios procesos fisiológicos, se mejora la biodisponibilidad del
calcio lácteo, y finalmente, contribuye con la funcionalidad de la microbiota
intestinal.
Este último es
otro término que también concita atención últimamente. La microbiota es el conjunto de microbios (principalmente bacterias), que
en un número que se cuenta en trillones, cohabita con nosotros desde los
primeros tiempos y nos hace la vida más fácil, en un sentido
inmunológico, digestivo, neurológico, de prevención de enfermedades crónicas,
entre sus varias funciones.
La microbiota
se instala desde el mismo momento de nacer y su mejor ‘momentum’ son los
primeros mil días de vida. Nacer por parto vaginal, la práctica de lactancia
materna, una dieta adecuada para satisfacer el apetito y las preferencias de
nuestros microbios son esenciales para instalar una microbiota saludable y
diversa. Todos los factores contrapuestos, por el contrario, generan
desequilibrio de la microbiota y el inicio de procesos patológicos varios,
algunos de los cuales recién se están conociendo en los últimos años.
Asociada a la
microbiota, hay una consideración cada vez mayor acerca de la importancia de
los probióticos: alimentos que en su matriz contienen enormes cantidades aunque
de minúsculos tamaños de bacterias que llegan vivas al intestino, donde se
alojan, enriquecen y diversifican la microbiota intestinal. La leche materna es el primer alimento probiótico por naturaleza,
especialmente formulada con más de 200 especies de bacterias
cuya composición y variación diaria es conocida y decidida por el íntimo
diálogo fisiológico entre la madre y su bebe.
Muchos
elementos y comportamientos de la vida cotidiana conspiran contra el
mantenimiento de una microbiota saludable y diversa: ya mencionamos los partos
por cesárea y la lactancia reducida; a ello se suma el uso exagerado de
antisépticos, el uso prolongado o muy recurrente de antibióticos, el celo
excesivo por la pulcritud o la no presencia o cercanía de mascotas, la vida
puertas adentro; todos factores (la teoría de la higiene) que restan exposición
a bacterias inocuas y necesarias.
Pero un gran
capítulo de una microbiota saludable y diversa tiene que ver con cómo la
alimentamos: una dieta plena de hortalizas y
frutas (no menos de 600 g por día), legumbres, granos y cereales integrales
(unos 100 g diarios en peso crudo) y alimentos fermentados (yogur, queso,
chucrut, kéfir entre otros) no deberían faltar en la
alimentación cotidiana.
Algunas guías
alimentarias actualmente ya prescriben que al menos una de las raciones de
lácteos que se recomienda consumir diariamente debería ser yogur, común o con
probióticos, como una manera práctica de asegurar una dosis de bacterias vivas,
seguras y benéficas a través de un alimento que convierte en funcional y más
saludable de lo que ya es per-se la leche que le da origen.
Todos estos
temas y consideraciones adquieren notoriedad en los tiempos actuales. Según la
última, reciente 2da Encuesta Nacional de Nutrición (ENNyS), 41% de los niños
en edad escolar y 68% de los adultos tienen exceso de peso; a la vez que (según
la UCA) 13% y 29% de los niños (< de 18 años) tienen inseguridad alimentaria
severa y total respectivamente. Cara y ceca de la misma moneda. La misma ENNyS
informa que el 68% de la población (> de 2
años) no consumió al menos una fruta diaria en los últimos tres meses; 62% de
la población no consumió verduras al menos una vez al día y 60% no consumió
leche, yogur o queso en la misma referencia (una vez al día).
En la misma
línea que la ENNyS, desde CEPEA hace unos pocos meses presentamos los datos de
una también reciente encuesta (ABCDieta) en 11 grandes ciudades urbanas de
Argentina, en población infantil y adulta de todos los niveles socioeconómicos,
hallando que excepto el grupo de niños menores de tres años, dos tercios de la
población de más edad tienen una baja calidad de dieta (pocos nutrientes
esenciales y exceso de azúcares, sodio y ácidos grasos saturados por unidad de
calorías ingeridas).
El 68% de la población
(mayor de 2 años) no consumió al menos una fruta diaria en los últimos tres
meses; 62% de la población no consumió verduras al menos una vez al día y 60%
no consumió leche, yogur o queso en la misma referencia (una vez al día).
A partir del tercer año de vida, la calidad
de dieta se vuelve gravemente crítica y nunca recupera niveles adecuados. Cuatro
resultaron ser en ABCDieta los factores decisivos para la retracción de la
calidad de dieta luego del tercer año: menos yogur y leche, menos frutas, más
harinas y más azúcares (en especial gaseosas y jugos).
Si bien toda
la dieta se resiente luego del tercer año, quien más termina perdiendo calidad
de alimentación es la microbiota: bajas cantidades de yogur (casi único
alimento fermentado de nuestra dieta) y también bajo aporte de fibra
(legumbres, granos, cereales integrales, hortalizas y frutas).
La brecha
alimentaria de esos grupos de alimentos (diferencia entre lo que se come y lo
que recomiendan las guías alimentarias) se ubica en un promedio de 70% (solo se
consume un 30% de lo recomendado).
De tales
magnitudes, todas en el orden de al menos unos dos tercios, es el tamaño de la deuda social alimentaria de nuestra Argentina, en
particular en nuestros niños. Una dieta global de buena calidad
es la clave para enfrentar la epidemia de obesidad y enfermedades crónicas y
una microbiota saludable y diversa es sostén de aquella calidad de dieta.
Evidentemente,
la dieta de la población en general y de los niños pobres es particular, pero
sobre todo su microbiota, se encuentra en una real situación de emergencia
social y reclama una saludable revolución alimentaria.
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