Muchos
hombres y mujeres de buena voluntad trabajan intensamente para prohibir el
aborto o para impedir su legalización. Consideran que es un tremendo mal para
la sociedad el que el aborto llegue a ser admitido, despenalizado-legalizado,
incluso financiado con dinero público.
Pero no
faltan personas que afirman que no vale la pena dedicar tantas energías a
combatir las leyes abortistas, sino que habría que invertirlas de otra manera.
¿Por qué? Porque el aborto, ilegal o legal, existe por falta de amor, de apoyo,
de principios éticos profundos. Según estas personas, que dicen defender el
derecho a la vida de los hijos no nacidos, habría que dejar las batallas
legales, que normalmente son perdidas ante una clase política cada vez más
vacía de principios éticos, para concentrar los esfuerzos en crear una cultura
de la vida y para la vida, de la paternidad y de la maternidad, del amor y del
respeto.
El
razonamiento es sugestivo, pero engañoso. Tiene elementos verdaderos, pero
olvida aspectos importantes de la vida de los pueblos y del sentido de la ley.
Es verdad
que una ley que permite el aborto no ‘obliga’ a nadie a abortar. Es verdad que
ante el aborto legalizado (o despenalizado) una mujer que empieza su embarazo
jamás pensará en abortar si ama a su hijo, si cree que Dios es el origen de la
vida, si tiene principios sanos, si considera que por encima del egoísmo están
la justicia y el amor. Es verdad que las leyes en favor del aborto seguramente
tendrán un efecto mínimo en las convicciones de quienes (y no son grandes
números) pertenecen a los distintos grupos y movimientos pro-vida (pro-life).
Pero
también es verdad que las leyes tienen un valor educativo o deseducativo enorme
en la vida de los pueblos y en la formación de la conciencia de las personas.
Una ley que permite una injusticia tan grave como la del aborto hiere en lo más
profundo de su ser a un pueblo y a miles de personas que se dejan desorientar
fácilmente, porque pensarán: si algo es legal no debe ser tan malo, o incluso
tal vez sea algo bueno.
No
podemos olvidar nunca que la ley, para ser justa, debe señalar y perseguir los
delitos más graves con penas adecuadas a los mismos. Despenalizar el delito es,
simplemente, legalizarlo.
Como bien
saben los especialistas del derecho, un delito no castigado se convierte en ‘no
delito’, empieza a ser algo aceptado como correcto en la vida social. Legalizar
un delito despenalizándolo (o incluso a través de una ley plenamente
legalizadora) daña enormemente las relaciones humanas y destruye en lo más
profundo el tejido social.
¿Podríamos
imaginar un estado que despenalice los robos de pequeñas cantidades de dinero?
Tal despenalización no hará que las personas honestas roben, es verdad. Pero
herirá enormemente a víctimas de pequeños robos que verán cómo son robados
algunos de sus bienes ante la indiferencia de un estado que acepta como algo
‘no punible’ un delito contra la propiedad. El robo es siempre robo, es un
delito, aunque lo robado sea simplemente una caja de caramelos, un bolígrafo o
unas pocas monedas del bolsillo.
Por eso
vale la pena luchar contra el aborto a todos los niveles: individual, familiar,
local, regional, estatal, internacional. Vale la pena combatir las ideas y los
comportamientos que llevan a miles de mujeres, cada año, a destruir la vida de
sus hijos no nacidos. Vale la pena promover una cultura de la vida en la que la
sexualidad sea vista en toda su riqueza y protegida de cualquier tipo de abuso,
en la que el matrimonio y la familia sean el lugar de acogida de la vida, en la
que cada hijo sea visto como un tesoro de valor infinito.
Por lo
anterior, también vale la pena, precisamente para fomentar la cultura de la
vida, luchar firmemente contra cualquier ley que trivialice el aborto como si
fuese algo plenamente normal, incluso como si fuese un ‘derecho’, cuando en el
fondo se trata de uno de los delitos más graves que puedan darse en el mundo.
Porque destruye la vida de un hijo completamente indefenso. Porque va contra la
conciencia de una madre que está llamada, como todo ser humano, a amar y darse
a los demás, pero de un modo mucho más intenso a cada uno de sus hijos. Porque
aniquila la ética profesional de cientos de médicos y profesionales de la salud
que deben servir la vida, no destruirla. Porque adormece a la sociedad al
reducir el sexo y la procreación a caprichos en los que siempre se pueden
evitar ‘consecuencias indeseadas’, al haber dado permiso de asesinar con una
facilidad fría y despiadada a los hijos que no sean acogidos con amor. Defender
y promover la cultura de la vida implica, por lo tanto, combatir con todas
nuestras energías el aborto: el ilegal (siempre será ilegal por ser injusto), y
el mal llamado ‘legal’, que no dejará de ser un crimen aunque esté apoyado por
leyes inicuas.
Luchar
contra las leyes abortistas es mucho más que una buena estrategia contra el
aborto: es un deber de todo ciudadano que quiera construir un estado justo y un
mundo capaz de respetar y tutelar el derecho básico de la convivencia social,
el derecho a la vida. FP
No hay comentarios.:
Publicar un comentario