Sacerdote y
Mártir, 28 de Octubre
Martirologio Romano: En
Ejutla, en México, san Rodrigo Aguilar Alemán, presbítero y mártir, que durante
la persecución fue colgado de un árbol por los soldados, y alcanzó así gloriosamente
el martirio que deseaba. († 1927)
Fecha de canonización: 21 de
mayo de 2000 por S.S. Juan Pablo II.
Este valeroso mártir de la fe nació en la localidad
mejicana de Sayula, Jalisco, el 13 de marzo de 1875. Era el mayor de una
numerosa prole compuesta por doce hermanos. En 1888 ingresó en el seminario
auxiliar de Zapotlán el Grande, (actual Ciudad Guzmán). Estudioso y ejemplar en
su forma de vida, mostraba también sus dotes como literato y, de hecho, cultivó
la prosa y la poesía con acierto. Sus reflexiones tenían un sesgo apostólico y
la prensa de Ciudad Guzmán no tenía reparos en insertar en sus páginas
artículos que versaban sobre el Santísimo Sacramento, la Virgen María, y otros
temas eclesiales y pastorales que reportaban gran bien a los lectores. Fue
consagrado diácono en enero de 1903 en el santuario de Nuestra Señora de
Guadalupe, de Guadalajara. Y a la Virgen se encomendaría siempre.
Ordenado sacerdote ese mismo enero de 1903 por el
arzobispo de la capital, Mons. José de Jesús Ortiz, depositó en el regazo de la
Virgen de Guadalupe su consagración. Emprendió una labor pastoral por diversos
lugares, entre los que se hallaban Atotonilco, Lagos de Moreno, La Yesca y Nayarit,
donde evangelizó y bautizó a indios huicholes, algunos de avanzadísima edad
(superaban el centenar de años) que escuchaban por vez primera el nombre de
Jesús. Sucesivamente fue párroco y capellán de distintas parroquias y
haciendas; vicario cooperador en Sayula y en Zapotiltic, hasta que en julio de
1923, a la muerte del párroco, fue designado para sucederle. En todos los
lugares por los que pasó iba dejando su impronta apostólica de paciencia y
caridad en las gentes, lo que ponía de relieve la autenticidad de su vocación
sacerdotal. Incrementaba el apostolado de la oración, fomentaba círculos de
estudio y fortalecía los existentes, además de poner en marcha asociaciones
dirigidas a los laicos.
En una ocasión peregrinó a Tierra Santa plasmando
la honda impresión espiritual que le causó en la obra Mi viaje a Jerusalén. Sintió entonces un profundo anhelo de morir
mártir. El 20 de marzo de 1925 fue nombrado párroco de Unión de Tula, y ese
mismo afán de derramar su sangre por Cristo estuvo presente en sus oraciones.
Es como si tuviese el secreto presentimiento de que se cumpliría esa súplica.
Quizá por eso, rogó a sus más cercanos que lo encomendaran ante Dios en sus
peticiones uniendo a las suyas ese ardiente deseo martirial que compartió con
ellos. Pronto serían escuchadas.
En efecto, el estío de 1926 trajo las primeras
turbulencias con la suspensión del culto decretado por las autoridades civiles.
Y el 12 de enero de 1927 sufrió persecución simplemente por su condición
sacerdotal. Busco refugio en un rancho, pero fue delatado por el propietario.
Se fugó nuevamente y llegó a Ejutla el 26 de enero. Durante unos meses pudo
permanecer a resguardo, acogido por las adoratrices de Jesús Sacramentado en el
colegio de San Ignacio; incluso llegó a administrar los sacramentos y oficiar
la misa. Previendo cómo iba a ser el fin de sus días, había dicho: “Los
soldados nos podrán quitarla vida, pero la fe nunca”.
El 27 de octubre de ese año 1927 un ejército
compuesto por 600 federales al mando del general Izaguirre y otros agradistas
capitaneados por Donato Aréchiga, invadieron Ejutla y asaltaron el convento. Ni
Rodrigo ni otros sacerdotes y seminaristas pudieron escapar. Cuando uno de los
estudiantes, que después logró huir, intentó ayudarle, le dijo: “Se que llegó
mi hora, usted váyase”. Aún a costa de su vida, poco antes de ser apresado
logró destruir expedientes de seminaristas. Fue por eso que quedó a merced de
los soldados que le detuvieron, aunque no hubiera podido llegar lejos porque
tenía lastimados los pies. Dispuesto a todo, cuando le pidieron que se
identificase, respondió: “¡Soy sacerdote!”. Tal como supuso, esta respuesta
desencadenó una turba de injurias y chanzas soeces que le acompañaron al lugar
de su martirio. La venganza de un cabecilla al que vetó un matrimonio ilegítimo
estaba en marcha.
Poco después se despedía de otros seminaristas y
religiosas con un emocionante y esperanzador: “Nos veremos en el cielo”. Lo
decía porque todos ellos habían sido apresados como él, aunque iban a ser
conducidos a lugares distintos para ser ajusticiados. El P. Aguilar afrontaba
su destino serenamente, rogando: “Señor, danos la gracia de padecer en tu
nombre, de sellar nuestra fe con nuestra sangre y coronar nuestro sacerdocio
con el martirio ¡Fiat voluntas tua!”. El 28 de octubre, de madrugada, fue
conducido a la plaza de Ejutla. Lo dispusieron para morir ahorcado mientras
bendecía y perdonaba a sus verdugos, incluso a uno de ellos le obsequió su
rosario. Este es el talante de los mártires, sin excepción. Bondadosos, generosísimos,
inundados de fe y de caridad, llenos de esperanza, sin emitir juicio alguno
contra nadie, dispuestos a unirse a la Pasión redentora de Cristo en rescate de
quienes se han dejado atrapar en las viscosas redes del odio. De otro modo,
hubieran renegado de su creencia.
Con la soga en el cuello, instrumento de su
martirio que antes había bendecido, Rodrigo respondió a la pregunta “¿Quién
vive?”... que le formularon en tres ocasiones mientras iban tensando la gruesa
cuerda: “Cristo Rey y Santa María de Guadalupe”. Este fue su último testimonio
de fe. Pronunció por tercera vez estas palabras cuando apenas tenía aliento,
entregando su alma a Dios. Luego lo abandonaron dejando que su cuerpo pendiese
del corpulento árbol de mango durante horas.
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