No
es fácil describir los sentimientos y actitudes que pueden despertarse en
nosotros cuando nos detenemos ante Dios. Pero, al menos, hay dos que
condicionan de manera decisiva nuestra vivencia religiosa: el temor y la admiración.
Hay
personas que ante Dios sienten, sobre todo, miedo. Dios se les presenta
amenazador, temible y peligroso. Lo mejor que podemos hacer ante él es
protegernos, actuar con cautela y precaución.
Este
temor a Dios suscita una religión en la que lo importante es mantenerse puros
ante él, no transgredir sus mandatos, expiar nuestras ofensas y cumplir
estrictamente los deberes religiosos para sentirnos seguros ante sus posibles
reacciones.
Hay
creyentes, por el contrario, en los que Dios despierta, antes que nada,
admiración. Lo perciben como alguien grande, fascinante, bueno. Se sienten
atraídos por él, cautivados por su misterio y su grandeza.
Esta
admiración los conduce a una vivencia religiosa en la que predomina la
alabanza, la acción de gracias y la adoración gozosa. Lo importante es cantar
la gloria de Dios y contemplar agradecidos sus obras.
Tal
vez, ningún pueblo ha admirado tanto a su Dios ni ha orientado su culto hacia
la alabanza con tanta audacia y entusiasmo como el pueblo judío. Para el
israelita piadoso, todo es motivo de bendición a Yahvé y la vida entera se convierte
en acción de gracias.
Los
cristianos de hoy hemos perdido en gran parte esa admiración por Dios.
Celebramos la Eucaristía como la gran plegaria de acción de gracias a Dios,
pero no nos nace del corazón, pues nuestra vida está, de ordinario, vacía de
alabanza. La queja de Jesús lamentándose de la falta de agradecimiento de los
leprosos curados por él, podría estar dirigida a muchos de nosotros.
¿Dónde
está nuestra acción de gracias y nuestra alabanza jubilosa a Dios? Miramos la
vida y el mundo con ojos acostumbrados y aburridos, incapaces de admirar lo
grande y bello de las cosas y las personas. Pasamos por el mundo cargados de
preocupaciones, absorbidos por múltiples tareas, ocupados en poseerlo y
manipularlo todo y ya no percibimos apenas nada que nos invite a la alabanza a
Dios.
Escuchemos
la advertencia de San Buenaventura: “El que con tantos esplendores de las cosas
creadas no se ilumina, está ciego; el que con tantos clamores no se despierta
está sordo; el que con tantos efectos no alaba a Dios está mudo... Abre pues
los ojos, acerca los oídos del espíritu, despliega los labios y aplica tu
corazón para en todas las cosas ver, oír, alabar, amar, ensalzar y reverenciar
a tu Dios”. JAP
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