No nos ha faltado ni buena voluntad, ni carácter. Lo que
sucede es que hemos fallado en el método. Si queremos en verdad llegar a un
verdadero cambio de vida, lo que necesitamos es descubrir nuestro defecto
dominante, hacer un plan para atacarlo y poner manos a la obra. Esto se llama
hacer un programa de vida, un verdadero programa para reformar nuestra vida y
lograr ser un hombre o una mujer nueva. Es fácil, pero requiere de una técnica,
de unas herramientas y de constancia en el trabajo.
Mírate en un
espejo
Sí, no tengas miedo. Hombre o mujer, joven o adolescente,
¿qué más da? Cuando tienes unos kilos de más, cuando quieres alcanzar una mejor
figura, un mejor rostro, no te da pena y te miras al espejo. Ahí, frente a
frente descubres lo que está bien, o eso que está mal. Y decides comenzar
¡cuánto antes, por favor! una dieta, un tratamiento de belleza o un régimen
físico para estar y sentirte mejor. Y eso lo logras sólo si eres capaz de verte
en el espejo y ver la realidad de las cosas.
Con la vida del espíritu sucede lo mismo. Debes mirarte en el
espejo y contemplar a un hijo o una hija de Dios. Y debes ver el contraste. Esa
imagen que ves en el espejo quizás no es la imagen ideal de un hijo de Dios. Contemplas
una persona que pueda estar alejada de Dios o que está en camino de acercarse a
Él, pero ¿qué le hace falta? Te das cuenta que estás lleno de defectos, de
actitudes que no corresponden a las de un buen cristiano. Vicios que se han
arraigado con el tiempo y que forman ya parte de una personalidad, pero una
personalidad que se aleja del camino de Dios. ¿Qué puedes hacer?
No puedes pasarte la vida entera frente al espejo y lamentar
tu situación y decir simplemente: “Eso de ser hijo de Dos no es para mí”. No
puedes conformarte con pensar que si Dios te hizo de esa manera deberás
continuar así durante toda la vida. Esa es la historia de muchos católicos, que
llamados a una vida mejor, a una vida de verdadera santidad, se conforman con
ir tirando, con no ser malos y no son capaces de lanzarse a las alturas. Se
parecen un poco al polluelo de águila, que herido a la mitad del camino, lo
encuentra un campesino y lo lleva a su granja. Lo mete en el corral de las gallinas
y espera un poco de tiempo a que se cure. El polluelo se adapta a la vida de las
gallinas, come como las gallinas, hace todo igual que las gallinas. Y en el
momento en que debe levantar el vuelo a las alturas, a mirar al sol de frente,
no es capaz de hacerlo, se queda en tierra picando la tierra, buscando su
alimento entre lombrices y granos de trigo.
Como católicos estamos llamados a alcanzar las alturas de la
santidad: ¡ser santo! Así, entre signos de admiración. Esa imagen que debes
contemplar en el espejo es la de un verdadero santo, la de una verdadera santa.
En medio de la vida cotidiana, santificándote con tu esposa y tus amigos, con
tus parientes, con tu novio en el antro, en todas partes. ¿Te miras al espejo y
no te reconoces como santo?
Descubre tu
defecto dominante
Si no somos santos, no te disculpes ni busques pretextos. Hay
un refrán que dice “cuando los defectos se inventaron, se acabaron los tontos”.
Tu mismo podrías hacerme aquí una lista de pretextos: no soy santo porque no he
sido llamado a la santidad, no soy santa porque no me dan los medios, no soy
santo porque me da miedo, no soy santo porque otros no me dejan ser santo. Y
así la lista podría seguir al infinito.
No te compliques y saquemos una conclusión: no eres santo
porque no has luchado con inteligencia para alcanzar la santidad. Quizás después de un retiro espiritual, de
unas jornadas de oración o de un taller de vida cristiana hayas sentido ganas
de ser santo, de ser mejor, de acercarte más a Cristo. Eso es muy bueno. Querer
es poder, alguien ha dicho por ahí. Pero... ¿has puesto los medios? No basta
simplemente con querer. Hay que poner los medios. Y uno de los medios más
importantes para ser santo es descubrir tu defecto dominante y trabajar por
combatirlo.
Todos tenemos defectos que debemos atacar para conseguir la
santidad: Yo me enojo muy pronto y pierdo el control de mí mismo, hay quien no
puede ser caritativo con los demás porque está más allá de sus propias fuerzas,
los hay que se quedan a mitad del camino de la santidad porque la pereza les
paraliza del todo. Eso es normal. Decir que tenemos defectos equivale a decir
que somos humanos, equivale a describir nuestra naturaleza, por lo cual no
tiene nada de especial que en el camino de la santidad hayas encontrado esos defectos.
Ahora bien, hay muchos defectos que combatir, ¿por cuáles debemos comenzar? Son
muchos y de muy variada especie...
En la vida espiritual todos los defectos los podemos agrupar
en dos grandes grupos: los defectos cuya raíz están en la soberbia y los defectos que tienen su raíz en la sensualidad. La soberbia no es
más que sentirme yo el centro del universo, pensar que yo siempre tengo la
razón y que todos deben obedecerme, creer que mi punto de vista es infalible.
Algunas manifestaciones de la soberbia son: deseo de estima, vanidad, dureza de
juicio, dureza en el trato con los demás, terquedad, altanería, impaciencia,
autosuficiencia, desesperación, rencor, juicios temerarios, envidia, crítica,
racionalismo, respeto humano, individualismo, insinceridad, ira, temeridad en
las tentaciones, apego a los cargos, desprecio de los demás, compararme con los
demás, hacer distinción de las personas y no verlas a todas como hijos de Dios,
vivir como si Dios no existiera haciéndolo a un lado en la propia vida, susceptibilidad,
no saber escuchar, servirme de Dios y no buscar servirlo, ver a Dios más como
señor y juez que como Padre y amigo.
De otro lado, tenemos los defectos cuya raíz va a la sensualidad que es poner nuestra
comodidad como el valor supremo de nuestra vida. Algunas manifestaciones de
sensualidad son: flojera, pérdida de tiempo, huida de todo lo que suponga
sacrificio, concupiscencia de la vista y de la mente, sexualidad desordenada,
excesos en el comer y en el beber, deseos desordenados de tener y de consumir,
despilfarro, lecturas, conversaciones y espectáculos que fomentan la
sensualidad y la vulgaridad.
Aquí tenemos los dos grandes pesos que nos impiden alcanzar
la santidad: la soberbia y la sensualidad con una gama de manifestaciones. Cada
uno de nosotros tiene manifestaciones de soberbia y de sensualidad. Un ejército
no se gobierna lanzando batallones de infantería a diestra y siniestra. Se
analiza el enemigo, tratamos de conocer sus armas, su potencial y se lanza el
ataque enfocándolo a objetivos muy precisos. Lo primero que debemos hacer es
conocer a nuestro enemigo: ¿con quién vamos a enfrentarnos? ¿Con la soberbia o
con la sensualidad? No se trata de hacer un elenco exhaustivo de todas esas
manifestaciones. Debemos combatir con inteligencia, ya lo hemos dicho. Hacer
una lista de todas las manifestaciones que me alejan de Dios no tiene ningún
caso. Se necesita descubrir la raíz de esas manifestaciones y lograr llegar a
decir: “yo estoy alejado de Dios porque soy un soberbio con tales manifestaciones”
o decir también: “yo no soy hija de Dios cuando me dejo llevar por mi defecto
dominante que es la sensualidad con estas y estas manifestaciones”. ¿Cómo puedo
llegar a esto?
Todas las noches, antes de acostarte, haz un pequeño balance
y en una hoja escribe las fallas que hayas tenido en ese día. Debes ser muy
sincero y no aparentar nada ante nadie. Sé humilde y escribe: me enojé con mi
hermano, no fui lo suficientemente paciente con mi esposa, se me fueron los
ojos al ver tal o cual revista, no escuché a mi compañero de trabajo, traté de
imponer mi punto de vista sin escuchar a los demás.
Después de hacer esa lista, cataloga cada una de las faltas,
poniendo las letras “So” si han sido manifestaciones de soberbia o “Se” si han
sido manifestaciones de sensualidad. Haz el propósito de revisarte todas las
noches haciendo estas clasificaciones de faltas. Después de una semana habrás
encontrado tu defecto dominante, pues tú mismo te darás cuenta si es la
soberbia o la sensualidad la raíz de tus faltas más frecuentes. Seguirás siendo
como todos los humanos teniendo defectos de soberbia o de sensualidad, pero
habrás descubierto que uno de ellos es el que más te aleja de Dios.
Ahora, con tu defecto dominante ya conocido, será más fácil
comenzar el camino de la santidad. GSG
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