Texto del
Evangelio (Mc 3,13-19): En aquel
tiempo, Jesús subió al monte y llamó a los que Él quiso; y vinieron donde Él.
Instituyó Doce, para que estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar con
poder de expulsar los demonios. Instituyó a los Doce y puso a Simón el nombre
de Pedro; a Santiago el de Zebedeo y a Juan, el hermano de Santiago, a quienes
puso por nombre Boanerges, es decir, hijos del trueno; a Andrés, Felipe,
Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el Cananeo y Judas
Iscariote, el mismo que le entregó.
«Jesús subió al monte y llamó a los
que Él quiso»
Comentario:
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Hoy, el Evangelio condensa la teología de la
vocación cristiana: el Señor elige a los que quiere para estar con Él y enviarlos
a ser apóstoles (cf. Mc 3,13-14). En
primer lugar, los elige: antes de la creación del mundo, nos ha destinado a ser
santos (cf. Ef 1,4). Nos ama en
Cristo, y en Él nos modela dándonos las cualidades para ser hijos suyos. Sólo
en vistas a la vocación se entienden nuestras cualidades; la vocación es el
‘papel’ que nos ha dado en la redención. Es en el descubrimiento del íntimo
‘por qué’ de mi existencia cuando me siento plenamente ‘yo’, cuando vivo mi
vocación.
¿Y para qué nos ha llamado? Para estar con Él.
Esta llamada implica correspondencia: «Un día —no quiero generalizar, abre tu
corazón al Señor y cuéntale tu historia—, quizá un amigo, un cristiano
corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al
mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte
seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste
entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que
libremente, porque te dio la gana —que es la razón más sobrenatural—,
respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que sólo
desaparece cuando te apartas de El» (San
Josemaría).
Es don, pero también tarea: santidad mediante la
oración y los sacramentos, y, además, la lucha personal. «Todos los fieles de
cualquier estado y condición de vida están llamados a la plenitud de la vida
cristiana y a la perfección de la caridad, santidad que, aún en la sociedad
terrena, promueve un modo más humano de vivir» (Concilio Vaticano II).
Así, podemos sentir la misión apostólica: llevar
a Cristo a los demás; tenerlo y llevarlo. Hoy podemos considerar más
atentamente la llamada, y afinar en algún detalle de nuestra respuesta de amor.
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