Texto del
Evangelio (Mc 3,22-30): En aquel
tiempo, los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: «Está poseído por
Beelzebul» y «por el príncipe de los demonios expulsa los demonios». Entonces
Jesús, llamándoles junto a sí, les decía en parábolas: «¿Cómo puede Satanás
expulsar a Satanás? Si un reino está dividido contra sí mismo, ese reino no
puede subsistir. Si una casa está dividida contra sí misma, esa casa no podrá
subsistir. Y si Satanás se ha alzado contra sí mismo y está dividido, no puede
subsistir, pues ha llegado su fin. Pero nadie puede entrar en la casa del
fuerte y saquear su ajuar, si no ata primero al fuerte; entonces podrá saquear
su casa. Yo os aseguro que se perdonará todo a los hijos de los hombres, los
pecados y las blasfemias, por muchas que éstas sean. Pero el que blasfeme
contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de
pecado eterno». Es que decían: «Está poseído por un espíritu inmundo».
«El que blasfeme contra el Espíritu
Santo, no tendrá perdón nunca»
Comentario:
Rev. D. Vicenç GUINOT i Gómez (Sant Feliu de Llobregat, España)
Hoy, al leer el Evangelio del día, uno no sale de
su asombro —‘alucina’, como se dice en el lenguaje de la calle—. «Los escribas
que habían bajado de Jerusalén» ven la compasión de Jesús por las gentes y su
poder que obra en favor de los oprimidos, y —a pesar de todo— le dicen que
«está poseído por Beelzebul» y «por el príncipe de los demonios expulsa los
demonios» (Mc 3,22). Realmente uno
queda sorprendido de hasta dónde pueden llegar la ceguera y la malicia humanas,
en este caso de unos letrados. Tienen delante la Bondad en persona, Jesús, el
humilde de corazón, el único Inocente y no se enteran. Se supone que ellos son
los entendidos, los que conocen las cosas de Dios para ayudar al pueblo, y
resulta que no sólo no lo reconocen sino que lo acusan de diabólico.
Con este panorama es como para darse media vuelta
y decir: «¡Ahí os quedáis!». Pero el Señor sufre con paciencia ese juicio
temerario sobre su persona. Como ha afirmado San Juan Pablo II, Él «es un
testimonio insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre». Su
condescendencia sin límites le lleva, incluso, a tratar de remover sus
corazones argumentándoles con parábolas y consideraciones razonables. Aunque,
al final, advierte con su autoridad divina que esa cerrazón de corazón, que es
rebeldía ante el Espíritu Santo, quedará sin perdón (cf. Mc 3,29). Y no porque Dios no quiera perdonar, sino porque
para ser perdonado, primero, uno ha de reconocer su pecado.
Como anunció el Maestro, es larga la lista de
discípulos que también han sufrido la incomprensión cuando obraban con toda la
buena intención. Pensemos, por ejemplo, en santa Teresa de Jesús cuando
intentaba llevar a más perfección a sus hermanas.
No nos extrañe, por tanto, si en nuestro caminar
aparecen esas contradicciones. Serán indicio de que vamos por buen camino.
Recemos por esas personas y pidamos al Señor que nos dé aguante.
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