Eremita, 28 de Enero
Elogio: Conmemoración
de san Jacobo, eremita en Palestina, que se escondió largo tiempo en una tumba
para llevar vida penitente.
La vida de
Jacobo el ermitaño, o Jacobo de Palestina, está envuelta en la leyenda. Si
hubiera vivido unos pocos kilómetros al sudoeste, en la Tebaida, lo
conoceríamos como uno de los Padres del desierto, ya que pertenece a la misma
época, hacia el siglo VI, y comparte con ellos un mismo ideal ascético; sin
embargo vivió en algún lugar de Palestina, cercano al Monte Carmelo. Por este
motivo en antiguos calendarios carmelitanos aparecía como uno de los santos de
la Orden, aunque ni su época ni su condición lo hace tal.
Su vida nos
viene narrada por un autor anónimo, y fue recogida en el siglo X por Simón
Metafraste, el hagiógrafo de los santos de Oriente, quien, al igual que un poco
más tarde Jacobo de la Vorágine con su «Leyenda Dorada» en Occidente, transmitió
para los siglos venideros antiguas gestas de santidad, si bien indisolublemente
mezcladas con leyendas y meditaciones piadosas con vistas a dar buen ejemplo y
que en muchos casos oculta -aun sin pretenderlo- la auténtica humanidad de los
santos.
En el caso de
Jacobo el ermitaño es evidente que su relato viene envuelto en la enseñanza
ejemplarizante, y un poco esquematizado con el de otros ermitaños antiguos, sin
embargo tiene un colorido propio, y es seguro que tras esos rasgos comunes se
nos ha transmitido algunos fragmentos de historia auténtica. Efectivamente, se
nos cuenta que Jacobo vivió unos 15 años en una cueva cercana a la ciudad de
Porfirion (posiblemente la actual Haifa), practicando el ascetismo. En ese
tiempo realizó muchos milagros, y convirtió a muchos ‘que seguían las supersticiones
de los samaritanos’ a la verdadera fe, según nos informa el autor de la ‘Vita’.
Aunque era conocido y apreciado por los pobladores del lugar, nunca un santo es
del agrado de todos, así que algunos que querían su caída le prepararon una
trampa, vieja como el mundo: le enviaron una prostituta que, con el pretexto de
que la curara de un mal en el pecho, lo provocó y solicitó. Pero el santo,
comprendiendo el engaño, no sólo pudo resistir la tentación sino que acabó consiguiendo
la conversión de la prostituta.
Muchos otros
milagros y sobre todo curaciones obraba el santo en su cueva, de tal manera que
gente de toda condición le traía sus enfermos para que los sanase. En una
ocasión fue tentado en la codicia, cuando se le ofreció una gran suma de dinero
por la curación del hijo de un senador; sin embargo el santo rechazó el regalo,
aclarando que recibirlo sería como comerciar con los dones de Dios.
Una vez le
trajeron una joven poseída por el demonio. El santo la curó, y quiso
restituirla a la familia; sin embargo, le pidieron que permaneciera con él unos
días más, ya que no estaba aun del todo restablecida. Y fue esa la ocasión que
encontró el Maligno para conseguir la caída del santo: en efecto, Jacobo, que
en tantos años había resistido tantas tentaciones, esta vez cayó ‘en ese mismo
lugar, ante su celda’, como dramáticamente lo va desgranando la ‘Vita’. Y no
solo abusa de la joven, sino que, cegado por la pasión y desesperado con su
propia caída, la mata y arroja su cuerpo a un río cercano. “En vez de
reconducirse con la penitencia, cae en un pecado aun mayor: tal es el fruto de
la soberbia y la arrogancia”, reflexiona el anónimo narrador.
Jacobo está ya
completamente desesperado, creyéndose del todo fuera de una posible salvación,
y dispuesto a volver al mundo como irredimible. Sin embargo, no hay hombre, por
muy bajo que haya caído, al que Cristo no le tienda la mano, y en medio de su
desesperación unos monjes aconsejan a Jacobo que vuelva a una vida de
penitencia y expiación. Así lo hace: se esconde por años en un sepulcro, como
muerto en vida, a llorar sus pecados e implorar misericordia.
Muchos años
más tarde una gran sequía asola la región; se organizan ayunos y rogativas,
pero nada surte efecto. Entonces le es revelado al obispo del lugar, hombre
santo y piadoso, que buscara a un hombre que se halla escondido en una tumba,
para que él ruegue por el fin de la calamidad. Así lo hace y encuentra a
Jacobo, a quien le piden que ore. En cuanto el santo intercede, la lluvia cae a
raudales: así salva Dios a su pueblo, pero además el propio Jacobo recibe del
cielo la señal de que su penitencia fue recibida y sus pecados perdonados. Así
puede ya, a los 75 años, morir en paz, y ser sepultado en el mismo sepulcro que
fue lugar de su penitencia y curación de su alma, rodeado del obispo y del
clero del lugar. En ese mismo lugar se construyó luego una iglesia, donde se
veneraron las preciadas reliquias del santo, fuente de milagros y curación para
muchos peregrinos ‘usque ad hodiernum diem’ -hasta el día de hoy- nos informa
el anónimo autor del siglo X.
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