Más de alguna vez hemos escuchado esta expresión al referirse a la
emigración de personas desde nuestra Iglesia. Por diversos motivos, acuden a
otras Iglesias o simplemente prefieren no pertenecer a ninguna religión y
mantener lo que dicen “una relación directa con Dios”. Decisión riesgosa por
cierto, pues el crecimiento y maduración de nuestra fe se facilita cuando la
practicamos en conjunto con nuestros hermanos. “La fe no es un hecho privado; se vive en la comunidad” (Papa Benedicto
XVI).
“Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre,
allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18,20).
Sin embargo, me arriesgo a decir, que no son las “otras Iglesias” o la
opción por no pertenecer a ninguna Religión los factores por los cuales se
genera esta emigración, sino simplemente, las delicias humanas que ofrece el
mundo. La tendencia es a practicar la norma que rige la llamada sociedad del
consumo: disfrutar al máximo de la vida, consumir el mayor número de bienes y
servicios de manera innecesaria y darse al máximo de satisfacciones de todo
tipo.
Una práctica por cierto que termina depositando la seguridad y confianza
en superficialidades y no en la verdadera fuente de seguridad, paz y vida que
nos ofrece Jesucristo. Pues todos hemos sido llamados al Reino de Dios, pero
debemos tener la voluntad de seguir el camino del evangelio y no sesgar nuestro
actuar con las banalidades mundanas.
Todos tenemos sed de Cristo, pero muchas veces intentamos saciarnos en
lo material o en las entretenciones del mundo. Si tan sólo dejáramos que Dios
actúe en nuestras vidas, nuestras inclinaciones y prioridades cambiarían.
Lástima merecen aquellas personas desenfrenadas en consumir y que
claramente han dejado a Jesucristo en un segundo plano. Pero no es digno de
crítica, sino más bien, se hace imprescindible actuar. Quienes aún estamos
“dentro del corral” y no hemos sido “robados” por el mundo, salimos a buscar a
nuestros hermanos: lo hacemos por amor y por deber. Pues los bautizados debemos
ser también agentes evangelizadores y no dejar toda esa tarea a los Sacerdotes. “Porque si predico el evangelio, no tengo de qué sentir orgullo; es mi
obligación hacerlo. Pues ¡ay de mí si no evangelizare!” (1 Corintios 9,16).
Si aún somos parte de la Iglesia es porque Dios ha puesto en nosotros
esa voluntad y necesidad, Él nos ha elegido para dar frutos y colaborar en su
plan de salvación, pero debemos tener la disposición de hacerlo; salir a tocar
todos esos corazones que hemos perdido.
El Señor nos ha dotado a todos de distintos carismas, condiciones y
cualidades; ha reforzado en cada persona los Dones del Espíritu Santo de
acuerdo a la misión por la cual hemos sido creados. “Cada uno de nosotros ha recibido su talento y Cristo es quien fijó la
medida de sus dones para cada uno” (Efesios 4,7).
En el proceso de evangelización podemos encontrar muchos caminos,
desempeñar muchas funciones y realizar distintas actividades conforme a
nuestras capacidades que por Gracia de Dios, hemos sido dotados. Incluso
mediante nuestro propio testimonio, estamos utilizando una herramienta muy
poderosa de evangelización. Más aún, simplemente con nuestro ejemplo de amor a
Dios, dejando relucir su actuar en nuestras vidas, anunciándolo con alegría y
gozo, estamos obrando y dando frutos como el Señor nos pide. “Predica el evangelio en todo momento, y cuando sea necesario, utiliza
las palabras” (San Francisco de Asís).
Debemos actuar entonces, con la seguridad de que Dios nos ampara, nos
alienta y nos fortalece para el cumplimiento de nuestra misión. Pero es urgente
hacerlo, muchos hermanos se están perdiendo no sólo en el materialismo, sino
también en los vicios. El llamado es salir a buscar a aquellas almas sedientas
de Cristo con la mirada puesta en Él, amor más grande y único, dador de vida,
fuente de riqueza verdadera. El Señor una vez más le pide a la humanidad
anunciar su Palabra.
“Y les dijo: Vayan por todo el mundo y anuncien la
Buena Nueva a toda la creación” (Marcos 16,15).
Volver al camino verdadero que nos lleva al Padre, es un asunto urgente,
pues el costo de continuar en tinieblas es privarse de la verdadera felicidad
que nos da la salvación.
“El que crea y se bautice se salvará; el que se
niegue a creer se condenará” (Marcos 16,16). MYB
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