“Si un amigo
te ha prestado una espada y te la pide un día diciéndote que la necesita para
matar a otro, puedes no dejársela, pues así evitas que se cometa un crimen. Si
ese amigo que te prestó la espada te la pide porque quiere suicidarse, tampoco
se la dejes, y así seguirás teniendo un amigo...” Estas sencillas ideas se
pueden encontrar en algunos autores medievales, y reflejan una convicción muy
interesante: la propiedad privada es un derecho universal (casi todos los
autores lo han admitido), pero está sometida a bienes superiores. En el primer
ejemplo, está sometida al orden público: devolver la espada a quien pretende
matar implica, en cierto sentido, aceptar el crimen que se está tramando (aunque
la espada sea del asesino ‘en potencia’). Devolvérsela a quien se quiere
suicidar, significa condescender con un mal momento de mi amigo, que, en el
fondo, me está gritando su desesperación y su angustia. Y yo no quiero
perderlo, porque es mi amigo.
Existe una
tercera posibilidad, y es la que hoy se está discutiendo como derecho. Es el
caso de que mi amigo me diga: “coge mi espada (o la tuya, o una escopeta, o una
inyección) y mátame”. Está claro que ahí no sólo atento contra el derecho a la
vida de mí amigo (aunque sea él quien quiere quitársela), sino que cometo un
delito, y será muy difícil en el tribunal poder demostrar mi inocencia: yo
habría matado a una persona por el simple motivo (siempre insuficiente) de que
él lo había pedido.
Conviene que
en el mundo moderno no olvidemos estas reflexiones de nuestros antepasados.
Brilla una chispa de verdad en lo que ellos han meditado. Y es que la vida de
cualquier hombre no puede ser suprimida con la simple excusa de que uno mismo
ha pedido su propia autodestrucción. No vale, en situaciones como esta, decir:
“él me lo ha pedido, por lo tanto quedo exento de culpa”. También nos pueden
pedir el que ayudemos a un fraude, y no por ello me van a perdonar a la hora de
ser juzgado. Yo soy responsable de todos mis actos, y nunca me debería permitir
el cometer un crimen, aunque sólo sea porque me lo han pedido.
A pesar de lo
claro que está el principio, pueden darse situaciones en las que algunos
profesionales de la medicina sientan la tentación, no de usar una espada o una
pistola, sino una sobredosis de calmantes o de anestesia, con el fin de
eliminar a ese enfermo que ha solicitado, en medio de sus tremendos dolores
físicos y psíquicos, que se le quite la vida. Incluso algunos piensan que esto
podría ser visto como un acto de compasión, una señal de humanismo. “¿Cómo
permitir el que tantos enfermos sigan, día tras día, en medio de agonías que no
parecen llegar a su momento supremo?”, dicen algunos. Incluso se dan posturas
extremas de quienes creen que no hay que esperar a que el enfermo pida el ser
“asesinado con guante blanco” (entiéndase con esta expresión la “eutanasia”),
sino que el mismo médico debería decidir cuándo y cómo matar a su indefenso (y
dolorido) paciente.
Con posiciones
de este estilo vamos en contra de dos grandes principios de todos los pueblos y
de todas las culturas que han defendido al hombre (aunque siempre haya habido
dramáticas excepciones, como el caso de la Alemania nazi o de la Rusia comunista);
principios que pueden y deben cimentar la vida democrática de cada pueblo
civilizado. El primero es que todo hombre sigue siendo sujeto de derechos
mientras viva. Admitir que “es un derecho el determinar el propio momento de la
muerte” es algo así como permitir que un sujeto de derecho renuncie, por
derecho, a tener el fundamento que le permite tener derechos (perdón por la
repetición de tanto “derecho”): renuncie a seguir viviendo. Todo legislador y
todo pueblo civilizado sabe que el hombre vale en cuanto es hombre, y su valor
implica la defensa, protección y fomento del valor fundante, que es la propia
vida. Esto se aplica tanto si uno es blanco como si es negro o indio, si es
rico o si es pobre, si es de campo o de ciudad, si nació aquí o a 8.000
kilómetros de distancia, si es sano o si sufre una tremenda enfermedad.
El otro
principio fundamental es el sentido genuino y humanístico de la medicina. El
médico no es un dios más allá del bien y del mal, que decide quién vive y quién
muere, cuándo y cómo. Pero tampoco es un esclavo de cualquier capricho o
depresión que puedan acaecer en sus pacientes. Menos aún debería ser un títere
de la opinión pública, de los grupos más poderosos o de las compañías
farmacéuticas. El médico es un servidor del hombre en lo que se refiere a su
salud. Ello implica dos tipos de acciones fundamentales: en primer lugar, sanar
la parte (o el conjunto) que se encuentra bajo el efecto de una enfermedad; en
segundo lugar, aliviar el dolor de quien sufre, también cuando se encuentra en
una situación incurable o irreversible. No podemos caer en la triste trampa de
quien dice: “muerto el paciente se acabó el dolor”, porque ello no es actuar
como médicos, sino como criminales. No debemos olvidar nunca que millones de
seres humanos viven una existencia con tremendos sufrimientos morales, y no por
ello sería justificable su “dulce muerte” para sacarlos de esas situaciones de
tormento en las que viven, a veces más dolorosas que una enfermedad
corrosiva...
Vivimos en un
tiempo y en un mundo en el que hace falta volver a las fuentes de la verdad.
Parece que hay grupos muy poderosos con gran habilidad para mover a la opinión
pública según intereses turbios y egoístas. La verdad, simple y llana, es esta:
la eutanasia (eliminar a un paciente) es siempre un crimen, y como tal ningún
pueblo debería tolerarla. Pero conviene también descubrir que, cuando un hombre
o una mujer, enfermos en el cuerpo o en el alma, nos piden que acabemos de una
vez sus dolorosos días, nos están gritando a voces una sola cosa: “necesito con
urgencia que alguien me consuele, que alguien me apoye, que alguien me dé
fuerzas para seguir viviendo”. Esa necesidad la tenemos todos. El mundo es un
infierno cuando descubrimos que nadie nos quiere, ¡y cómo es difícil vivir en
esa tremenda soledad! La solución al problema del suicidio y de la eutanasia
está en la construcción de la civilización del amor. El amor requiere siempre
el primer peldaño de la justicia (aunque siempre irá mucho más lejos).
La
legalización de la eutanasia, o su simple permisión, son un tremendo paso
atrás, un saltar de nuevo hacia la civilización del odio y de la muerte. No
queremos que otros den ese paso, pues entonces el egoísmo habrá vencido, una
vez más, al amor. Nosotros, como muchos otros a nuestro lado, creemos en el
amor, creemos en la belleza del existir, y vamos a luchar para que ese amor
ilumine y dé sentido a todas las vidas. También a la tuya, amigo agonizante,
amigo desesperado, amigo abandonado, que ya desde ahora puedes contar con nuestro
apoyo y solidaridad. También a la mía, cuando llegue el momento de la
enfermedad y pueda descubrir, quiéralo Dios, un universo de amor en el rostro
de todos los que lleguen a mi lecho de agonía. FP
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