Texto del
Evangelio (Mt 9,32-38): En aquel
tiempo, le presentaron un mudo endemoniado. Y expulsado el demonio, rompió a
hablar el mudo. Y la gente, admirada, decía: «Jamás se vio cosa igual en
Israel». Pero los fariseos decían: «Por el Príncipe de los demonios expulsa a
los demonios».
Jesús recorría
todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena
Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia. Y al ver a la muchedumbre,
sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no
tienen pastor. Entonces dice a sus discípulos: «La mies es mucha y los obreros
pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies».
«Rogad (...) al Dueño de la mies
que envíe obreros a su mies»
Comentario:
Rev. D. Joan SOLÀ i Triadú (Girona, España)
Hoy, el Evangelio nos habla de la curación de un
endemoniado mudo que provoca diferentes reacciones en los fariseos y en la
multitud. Mientras que los fariseos, ante la evidencia de un prodigio
innegable, lo atribuyen a poderes diabólicos —«Por el Príncipe de los demonios
expulsa a los demonios» (Mt 9,34)—,
la multitud se maravilla: «Jamás se vio cosa igual en Israel» (Mt 9,33). San Juan Crisóstomo, comentando
este pasaje, dice: «Lo que en verdad molestaba a los fariseos era que
consideraran a Jesús como superior a todos, no sólo a los que entonces
existían, sino a todos los que habían existido anteriormente».
A Jesús no le preocupaba la animadversión de los
fariseos, Él continuaba fiel a su misión. Es más, Jesús, ante la evidencia de
que los guías de Israel, en vez de cuidar y apacentar el rebaño, lo que hacían
era descarriarlo, se apiadó de aquellas multitudes cansadas y abatidas, como
ovejas sin pastor. Que las multitudes desean y agradecen una buena guía quedó
comprobado en las visitas pastorales de San Juan Pablo II a tantos países del
mundo. ¡Cuántas multitudes reunidas a su alrededor! ¡Cómo escuchaban su
palabra, sobre todo los jóvenes! Y eso que el Papa no rebajaba el Evangelio,
sino que lo predicaba con todas sus exigencias.
Todos nosotros, «si fuéramos consecuentes con
nuestra fe, —dice san Josemaría Escrivá— al mirar a nuestro alrededor y
contemplar el espectáculo de la historia y del mundo, no podríamos menos de
sentir que se elevan en nuestro corazón los mismos sentimientos que animaron al
de Jesucristo», lo cual nos conduciría a una generosa tarea apostólica. Pero es
evidente la desproporción que existe entre las multitudes que esperan la predicación
de la Buena Nueva del Reino y la escasez de obreros. La solución nos la da
Jesús al final del Evangelio: rogad al Dueño de la mies que envíe obreros a sus
campos (cf. Mt 9,38).
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