Aquella persona estaba segura: el fin del mundo llegaría el día X del
año Y. Hablaba con aplomo. Repetía, para probar sus afirmaciones, citas de libros
sagrados, o aseguraba haber recibido el anuncio de esa fecha de boca de un
ángel o incluso del mismo Dios.
Miles de seguidores le creyeron. Miles, millones de escépticos,
desconfiaron. Llegó el día X. No pasó nada. ¿Entonces?
Aunque nos sorprenda, hay seguidores de profetas, de gurús, de líderes
pseudoreligiosos, que mantienen intacta la lealtad a su ‘maestro’ a pesar de
los errores cometidos por éste en sus vaticinios.
Otros seguidores abren los ojos. Se sienten engañados. Rompen con el
grupo religioso en el que habían creído. Unos iniciarán la búsqueda de nuevos
caminos. Otros sentirán su corazón ahogado en ideas que les llevan hacia el
escepticismo: pensarán que es mejor no creer en nadie para no ser nuevamente
engañados.
Entre los que desconfiaban antes del fracaso surge un sentimiento de
triunfo: tenían razón al haberse opuesto al falso profeta. Por lo mismo,
también aumenta en ellos la seguridad de que sus convicciones eran verdaderas,
de que estaban en la verdad.
Pero no siempre es así. Hay quien acierta en su crítica a una falsa
profecía desde un presupuesto equivocado, quizá porque vive unido a otro
profeta engañoso que se oponía al profeta fracasado. El triunfo de su propio
maestro al haber avisado sobre el error de un vaticinio descabellado no implica
automáticamente que el grupo al que uno pertenece defienda ideas y doctrinas
verdaderas.
En el mundo de quienes no sólo rechazan las religiones, sino que afirman
que Dios no existe, el fracaso de la profecía sirve como un refuerzo hacia la
propia manera de pensar. Pero como en el caso anterior (el de los sectarios
enemigos de una falsa profecía), el incumplimiento de la catástrofe anunciada
no demuestra mínimamente que Dios no existe.
Lo ocurrido, por lo tanto, no debe ser motivo para conclusiones
excesivas. Después del día X podemos estar seguros de que lo dicho sobre el
inminente fin del mundo por un líder más o menos inteligente, más o menos
fanático, era algo simplemente falso.
¿Podemos, entonces, ir más allá de esa conclusión? Muchos lo hacen, pero
hacerlo bien o hacerlo mal, razonar con la cabeza o dejarse llevar por
sentimientos o emociones engañosas, depende de cómo usemos la lógica y de qué
presupuestos empleemos.
Si pensamos bien, si rompemos con prejuicios engañosos, podremos
alcanzar buenas conclusiones y vivir con más cautela, para no caer en las redes
de embaucadores que anuncian profecías falsas, y para no dejarse arrastrar por
ideólogos que buscan cualquier ocasión para llevar agua a su molino. FP
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