¿Hay pocos santos? ¿No serán, más bien, demasiados? ¿No están los
calendarios llenos de cientos de nombres, muchos de los cuales nos resultan
casi completamente desconocidos?
Aunque parezcan muchos, aunque algunos hayan hablado de ‘demasiadas’
beatificaciones y canonizaciones, en realidad los santos del calendario son,
simplemente, poquísimos.
Son poquísimos, porque la santidad no consiste en que uno sea declarado
santo, sino en vivir y morir como amigos de Dios, en una actitud de acogida
plena del gran regalo: el Evangelio del amor.
Dios está presente en la historia humana desde sus inicios. Los primeros
padres, es verdad, quisieron caminar por su cuenta: abandonaron las seguridades
de los mandatos divinos para hacer un mal uso de la libertad. Desde entonces,
el pecado entró en el mundo, y con el pecado la muerte y un sinfín de dolor y
de injusticias.
Tras el pecado, Dios mantuvo su amor, quiso abrir puertas de esperanza.
Prometió su misericordia, animó a Abel a ofrecer sacrificios llenos de
santidad, escogió a Noé como varón justo, invitó a Abraham para iniciar la
aventura de un pueblo que sería el origen de la salvación humana. Luego vino Cristo, el Santo por excelencia, el Hombre
Dios que pasó simplemente haciendo el bien. Sembró cariño, curó a enfermos, dio
vista a ciegos, resucitó a muertos. Y, sobre todo, perdonó pecados.
La santidad, desde entonces, está al alcance de todos. Muchos,
muchísimos, acogen el amor: son santos.
“Los santos -decía en una homilía el Papa Benedicto XVI, el 1 de
noviembre de 2006- no son una exigua casta de elegidos, sino una muchedumbre
innumerable”.
Seguía el Papa: “En esa muchedumbre no sólo están los santos reconocidos
de forma oficial, sino también los bautizados de todas las épocas y naciones,
que se han esforzado por cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina. De
gran parte de ellos no conocemos ni el rostro ni el nombre, pero con los ojos
de la fe los vemos resplandecer, como astros llenos de gloria, en el firmamento
de Dios”.
El firmamento de Dios está lleno de constelaciones. Miles, millones de
santos, gozan ya para siempre del Amor del Padre bueno. Porque dieron pan al
hambriento, porque repartieron agua al sediento, porque enjugaron las lágrimas
de los tristes, porque trabajaron por un mundo con más justicia, porque
respondieron a la violencia con la mansedumbre y la bondad sincera, porque
fueron limpios de corazón entre tanto egoísmo e inmundicia.
Los santos son una muchedumbre innumerable, una polifonía cósmica que
acoge a ancianos y a niños, a casados y a célibes, a sacerdotes y a laicos, a
ricos y a pobres, a soldados honestos y a voluntarios sociales, a misioneros
itinerantes y a padres de familia, a obreros y a parados, a sanos y a enfermos,
a encarcelados y a jueces, a mártires y a verdugos arrepentidos.
Es fácil seguir sus huellas, es sencillo abrir el corazón al querer
divino. Aunque uno nunca sea canonizado ‘oficialmente’, aunque falten certificados
sobre virtudes que brillaron sencillamente entre chabolas u oficinas. Basta con
repetir, como María, la primera entre los santos, aquellas palabras decisivas
en la historia humana: “Hágase en mí según tu palabra”. FP
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