El árbol caído está ahí, al alcance de todos. Cualquiera
puede llegar para arrancar sus ramas, partir su tronco, usar su leña para el
fuego o para las mil posibilidades de la carpintería.
Hay hombres que ‘caen’, que sucumben, que son declarados
perdedores a los ojos del mundo. Su desgracia se convierte, para algunos, en
motivo de alegría. Acuden raudos a desgajar, humillar, ‘hacer leña’ de una vida
que ha mostrado su punto más débil, o que tal vez ha dado un mal paso y ha sido
descubierta en un escándalo o en un delito despreciable. Es fácil arrojar piedras sobre quien está caído. Es
fácil señalar con el dedo a quien, desde un puesto público, pude haber tenido
un mal momento. Es fácil, sobre todo, inventar acusaciones, promover rumores,
sacar a relucir historias del pasado difícilmente comprobables, con tal de
destruir la fama de un personaje que resulta incómodo. Especialmente, en estos
últimos años, si ese personaje es un miembro de la Iglesia.
Es triste ver a quien se alegra de la derrota ajena. Es
triste, sobre todo, ver cómo algunos disfrutan y se ensañan cuando los que caen
son gente de Iglesia. La prensa destaca con titulares el escándalo de algún
obispo o sacerdote, muchas veces sin comprobar si la noticia es cierta.
Escritores famosos o simples lectores preparan cartas llenas de rabia, como
quien ha encontrado un signo de victoria, un trofeo que lucir y con el que
desacreditar a la Iglesia católica.
Pero hay otro modo de ver las cosas. Un condenado, incluso si
lo es justamente, no ha perdido su dignidad, ni deja de merecer ayuda y un poco
de consuelo.
Es por eso que un gran número de sacerdotes,
religiosos y laicos se dedican a asistir a los presos y a sus familiares, para
ayudarles a redescubrir su dignidad, para no dejarles hundidos en la derrota.
Esto vale para el mundo de la justicia humana, y
también para el mundo de las normas eclesiásticas. Si un obispo o un sacerdote
han sido castigados por sus errores no merecen ser abandonados o despreciados
como seres malditos, sino que necesitan, como cualquier otro ser humano,
sentirse ayudados, perdonados, amados y curados en sus heridas.
Lo mismo podemos decir para los laicos. Si un hombre o una
mujer se divorcia y contrae matrimonio civil, inválido a los ojos de la
Iglesia, no podrá ciertamente acercarse a recibir la comunión mientras viva en
esa situación desordenada. Pero ello no debe convertirse en motivo para que
algunos puedan señalarle con desprecio o quieran dejarle de lado en la vida de
una parroquia.
Ante el árbol caído descubrimos corazones muy distintos.
Unos, esperamos que pocos, llenos de rabia, o con una especie de alegría casi
diabólica ante el fracaso ajeno. Otros, esperamos que muchos, capaces de
acercarse con afecto, para que no se sienta solo quien ahora, inocente o
culpable, sufre ante la condena de los hombres.
Son los corazones compasivos quienes mejor imitan el corazón
del Dios bueno. Ese Dios que no desea la muerte del pecador, sino sólo lo mejor
que se le puede pedir: que se convierta, que viva (cf. Ez 18,23). Ese Dios que anhela darle un abrazo, a través de su
Hijo Jesucristo, que no vino para los justos, sino para los pecadores (cf. Mt 9,13). Porque Jesús quería curar
y levantar a los troncos caídos y desechados por los hombres, pero intensamente
amados por el Padre de los cielos. FP
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