Si consideramos los diversos ámbitos de la propia preparación personal,
podríamos hablar en primer lugar de un nivel referido a lo estrictamente
corporal: atender al cuidado de la salud, llevar una alimentación sana y
equilibrada, hacer el necesario ejercicio físico, etc.
Estas
exigencias pueden resultar bastante costosas para algunas personas. Y si uno no
está acostumbrado a ellas, al comenzar a tomarlas más en serio, es fácil que el
cuerpo proteste contra el cambio, y quiera seguir en su cómoda cuesta abajo de
la vida: comer y beber lo que nos venga en gana, desdeñar el ejercicio físico,
ser negligentes en el cuidado de la salud, etc. Se necesita un tiempo para acostumbrar
al cuerpo a esa disciplina, pero a medida que se logra, uno se encuentra con
más energía y mejor humor, las actividades normales van resultando menos
costosas y aumenta la capacidad para hacer cosas más exigentes.
Si pasamos a
analizar otro nivel más alto de nuestra preparación personal, referido por
ejemplo a nuestras capacidades intelectuales, es probable que advirtamos que
nuestras circunstancias de vida quizá no nos empujan a usar mucho de ellas.
Depende mucho del tipo de ocupaciones que cada uno tenga, pero es algo que
sucede con frecuencia a quien ha dejado ya la disciplina exterior de sus
obligaciones de estudiante, y su trabajo tampoco le obliga a ejercer con
exigencia su capacidad de leer, o de pensar analíticamente, o de expresarse por
escrito con un mínimo de riqueza y corrección.
Es verdad que
si el trabajo no nos lo exige, luego, en el poco tiempo libre que uno tiene,
tampoco está uno para demasiadas florituras intelectuales. Y es verdad que
tampoco se trata de caer en un obsesivo afán de ejercer las capacidades
mentales, de la misma manera que hacer periódicamente un poco de ejercicio
físico no es pasarse las tardes en un gimnasio dedicado al culturismo. Pero si
nos detenemos a pensar en cómo empleamos nuestro tiempo libre, quizá advirtamos
que pasamos bastante tiempo con distracciones demasiado pasivas y que nos
aportan muy poco, y que podríamos dedicarnos más a otras que nos aportarían
más, y que también descansan más.
Un ejemplo
típico es la televisión. Ser capaz de autorregularse en su uso con sensatez y
equilibrio es un hábito que puede tener unas importantes consecuencias para el
futuro de una persona. Me refiero a que un consumo excesivo e indiscriminado de
televisión supone perder la ocasión de hacer muchas cosas en la vida. Basta pensar
que si una persona dedica tres horas diarias a ver televisión —y aún estaría
por debajo de la media del mundo occidental—, ese tiempo supone casi la quinta
parte del que se pasa cada día levantado de la cama. O sea, que es como dedicar
quince años de la vida a ver la televisión quince horas diarias. Y en ese
tiempo realmente se pueden hacer realmente muchas cosas.
Es cierto que
viendo la televisión también se pueden aprender cosas. Hay programas que
efectivamente tienen una alta calidad, bien por su contenido formativo o
informativo, o incluso de entretenimiento y de descanso, y es verdad que pueden
enriquecernos y ayudarnos mucho. Pero también es cierto que muchos otros
sencillamente nos hacen perder el tiempo (y eso sin contar con los que puedan
influirnos negativamente, que también los hay).
Además, si
resulta que vemos la televisión a granel, sin que medie una selección y
búsqueda de los espacios que de verdad nos interesan, tragándonos todo, de un
canal a otro, todas las tardes, todas las noches, lo que haya... eso habría que
calificarlo de adicción, y sus efectos no pueden ser positivos. La televisión
es un buen siervo pero un mal amo, y no debemos dejar que su uso nos domine,
sino ser capaces de emplearla con moderación y sensatez. Insisto en esto porque
es la ocupación —quitando el trabajo y el sueño— a la que dedica más tiempo
cada día el ciudadano occidental de tipo medio. Y parece claro que de ahí es de
dónde en mayor cantidad de tiempo puede sacar para su preparación personal en
todos los ámbitos. AA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario