Texto del Evangelio (Mc 10,2-16): En aquel tiempo, se acercaron unos fariseos que,
para ponerle a prueba, preguntaban: «¿Puede el marido repudiar a la mujer?». Él
les respondió: «¿Qué os prescribió Moisés?». Ellos le dijeron: «Moisés permitió
escribir el acta de divorcio y repudiarla». Jesús les dijo: «Teniendo en cuenta
la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto. Pero desde
el comienzo de la creación, Él los hizo varón y hembra. Por eso dejará el
hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera
que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo
separe el hombre». Y ya en casa, los discípulos le volvían a preguntar sobre
esto. Él les dijo: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete
adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro,
comete adulterio».
Le presentaban
unos niños para que los tocara; pero los discípulos les reñían. Mas Jesús, al
ver esto, se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo
impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios. Yo os aseguro:
el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él». Y abrazaba a
los niños, y los bendecía poniendo las manos sobre ellos.
«Lo que Dios unió, no lo
separe el hombre»
Comentario: Rev. D. Fernando PERALES i
Madueño (Terrassa, Barcelona, España)
Hoy, los fariseos quieren poner
a Jesús nuevamente en un compromiso planteándole la cuestión sobre el divorcio.
Más que dar una respuesta definitiva, Jesús pregunta a sus interlocutores por
lo que dice la Escritura y, sin criticar la Ley de Moisés, les hace comprender
que es legítima, pero temporal: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro
corazón escribió para vosotros este precepto» (Mc 10,5).
Jesús recuerda lo que dice el
Libro del Génesis: «Al comienzo del mundo, Dios los creó hombre y mujer» (Mc 10,6, cf. Gn 1,27). Jesús habla de
una unidad que será la Humanidad. El hombre dejará a sus padres y se unirá a su
mujer, siendo uno con ella para formar la Humanidad. Esto supone una realidad
nueva: dos seres forman una unidad, no como una ‘asociación’, sino como
procreadores de Humanidad. La conclusión es evidente: «Lo que Dios unió, no lo
separe el hombre» (Mc 10,9).
Mientras tengamos del
matrimonio una imagen de ‘asociación’, la indisolubilidad resultará
incomprensible. Si el matrimonio se reduce a intereses asociativos, se
comprende que la disolución aparezca como legítima. Hablar entonces de
matrimonio es un abuso de lenguaje, pues no es más que la asociación de dos
solteros deseosos de hacer más agradable su existencia. Cuando el Señor habla
de matrimonio está diciendo otra cosa. El Concilio Vaticano II nos recuerda:
«Este vínculo sagrado, con miras al bien, ya de los cónyuges y su prole, ya de
la sociedad, no depende del arbitrio humano. Dios mismo es el autor de un
matrimonio que ha dotado de varios bienes y fines, todo lo cual es de una
enorme trascendencia para la continuidad del género humano» (Gaudium et spes, n. 48).
De regreso a casa, los
Apóstoles preguntan por las exigencias del matrimonio, y a continuación tiene
lugar una escena cariñosa con los niños. Ambas escenas están relacionadas. La
segunda enseñanza es como una parábola que explica cómo es posible el
matrimonio. El Reino de Dios es para aquellos que se asemejan a un niño y
aceptan construir algo nuevo. Lo mismo el matrimonio, si hemos captado bien lo
que significa: dejar, unirse y devenir.
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