Criticamos, por lo general, con mucha tranquilidad
a la sociedad moderna como injusta, insolidaria y poco humana porque, en el
fondo, pensamos que son otros los que tienen la culpa de todo. Los verdaderos
culpables se encuentran ocultos tras el sistema, son las multinacionales, los
políticos de ciertas naciones poderosas, los mandos militares... Y,
naturalmente, si «ellos» son los culpables, «nosotros» somos inocentes.
Sin duda, hay culpables y hay, sobre todo, causas
de los males e injusticias, pero hay también una culpa que está como «diluida»
en toda la sociedad y que nos toca a todos. Hemos interiorizado personalmente
un tipo de cultura que nos lleva a pensar, sentir y tener comportamientos que
sostienen y facilitan el funcionamiento de una sociedad poco humana.
Pensemos, por ejemplo, en la cultura consumista.
Podemos estudiar lo que significa objetivamente una economía de mercado, la
producción masiva de productos, el funcionamiento de la publicidad y tantos
otros factores, pero podemos también analizar nuestra actuación, la de cada uno
de nosotros.
Si yo me dejo modelar por la cultura consumista,
esto significa que valoro más mi propia felicidad que la solidaridad; que
pienso que esta felicidad se obtiene, sobre todo, teniendo cosas más que
mejorando mi modo de ser; que tengo como meta secreta ganar siempre más y, para
ello, tener el mayor éxito profesional y económico.
Esto me puede llevar fácilmente a considerar como
algo «normal» una sociedad profundamente desigual donde cada uno tiene lo que
se merece. Hay individuos eficientes y dinámicos que consiguen un nivel
apropiado a sus esfuerzos, y hay un sector de gentes poco hábiles y nada
trabajadoras que nunca conseguirán un nivel digno en esta sociedad.
A partir de aquí organizamos nuestra actividad y
relaciones de manera «inteligente». Naturalmente, valoramos la amistad y el
compañerismo, la convivencia familiar y el círculo de amigos. Apreciamos,
incluso, los gestos de generosidad y la ayuda al necesitado. Pero hay que saber
calcular. No hemos de perder nunca de vista nuestro propio interés y provecho.
Hay que saber dar «de manera inteligente», ayudar a quien un día nos podrá
corresponder.
Podemos seguir echando la culpa a otros, pero cada
uno somos responsables de este estilo de vida poco humano. Por eso, es bueno
dejarnos sacudir de vez en cuando por la interpelación sorprendente del
evangelio. El relato de la multiplicación de los panes es un «signo mesiánico»
que revela a Jesús como el Enviado a alimentar al pueblo, pero encierra también
una llamada a aportar lo que cada uno pueda tener, aunque sólo sean cinco panes
y dos peces, para alimentarnos todos. JAP
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