Durante mucho
tiempo, Occidente ha ignorado casi totalmente el papel del espíritu en la
curación de la persona. Hoy, por el contrario, se reconoce abiertamente que
gran parte de las enfermedades modernas son de origen psicosomático.
Muchas
personas ignoran que su verdadera enfermedad se encuentra en un nivel más
profundo que el estrés, la tensión arterial o la depresión. No se dan cuenta de
que el deterioro de su salud comienza a gestarse en su vida absurda y sin
sentido, en la carencia de amor verdadero, en la culpabilidad vivida sin la
experiencia del perdón, en el deseo centrado egoístamente sobre uno mismo o en
tantas otras «dolencias» que impiden el desarrollo de una vida saludable.
Ciertamente,
sería degradar la fe cristiana utilizarla como uno de tantos remedios para
tener buena salud física o psíquica; la razón última del seguimiento a Jesús no
es la salud, sino la acogida del Amor salvador de Dios. Pero, una vez
establecido esto, hemos de afirmar que la fe posee fuerza sanadora y que acoger
a Dios con confianza ayuda a las personas a vivir de manera más sana.
La razón es
sencilla. El yo más profundo del ser humano pide sentido, esperanza y, sobre
todo, amor. Muchas personas comienzan a enfermar por falta de amor. Por eso la
experiencia de sabernos amados incondicionalmente por Dios nos puede curar. Los
problemas no desaparecen. Pero saber, en el nivel más profundo de mi ser, que
soy amado siempre y en cualquier circunstancia, y no porque yo soy bueno y
santo, sino porque Dios es bueno y me quiere, es una experiencia que genera
estabilidad y paz interior.
A partir de
esta experiencia básica, el creyente puede ir curando heridas de su pasado. Es
bien sabido que gran parte de las neurosis y alteraciones psicofísicas están
vinculadas a esa capacidad humana de grabarlo y almacenarlo todo. El amor de
Dios acogido con fe puede ayudarnos a mirar con paz errores y pecados, puede
liberarnos de las voces inquietantes del pasado y ahuyentar espíritus malignos
que a veces pueblan nuestra memoria. Todo queda abandonado confiadamente al
amor de Dios.
Por otra
parte, esa experiencia del amor de Dios puede sanar nuestro vivir diario. En la
vida todo es gracia para quien vive abierto a Dios; se puede trabajar con
sentido a pesar de no obtener resultados; la experiencia más negativa y
dolorosa puede ser vivida de manera esperanzada; todo se puede unificar e
integrar desde el amor.
El evangelista
Marcos recuerda en su relato que Jesús no pudo curar a muchos porque les
faltaba fe. Ese puede ser también nuestro caso. No vivimos la fe en Jesús con
suficiente hondura como para experimentar su poder sanador. No le seguimos de
cerca y no puede imponer sus manos curadoras sobre nuestras vidas enfermas. JAP
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