Obispo, 29
de Julio
Martirologio Romano: En Troyes, ciudad de la Galia Lugdunense, san Lupo, obispo, que con
san Germán de Auxerre fue a Bretaña para luchar contra la herejía de los
pelagianos, defendió después con la oración a su ciudad del furor de Atila y,
habiendo ejercido de modo admirable el sacerdocio durante cincuenta años,
descansó en paz (c. 478).
San Lupo nació en Toul (Francia) hacia el año 383.
Después de seis años de matrimonio con la hermana de San Hilario de Arles,
ambos esposos se separaron de común acuerdo para consagrarse al servicio de
Dios. Lupo vendió sus posesiones y repartió el producto entre los pobres.
Después se retiró a la famosa abadía de Lérins, gobernada entonces por San
Honorato. Pero algo más tarde, hacia el año 426, fue elegido obispo de Troyes.
En su cargo se mostró tan humilde y mortificado como antes y siguió practicando
la pobreza como si se hallase en el monasterio. Sus vestidos eran
sencillísimos, dormía en un lecho de tablas, pasaba largas horas en oración y
ayunaba con mucha frecuencia. Así vivió cincuenta años, cumpliendo celosamente
sus deberes pastorales.
El año 429, cuando San Germán de Auxerre pasó por
Troyes de camino a Inglaterra, a donde iba a combatir la herejía pelagiana, San
Lupo fue elegido para acompañarle. Los dos obispos aceptaron esa misión con
tanto mayor entusiasmo cuanto que prometía ser difícil y laboriosa. Con sus
oraciones, predicación y milagros lograron extirpar la herejía, cuando menos
por algún tiempo. A su vuelta a Francia, San Lupo se entregó con renovado vigor
a la reforma de su grey. La prudencia y piedad que desplegó fueron tan grandes
que San Sidonio Apolinar le llama “padre de padres, obispo de obispos, cabeza
de los prelados de las Galias, norma de conducta, columna de verdad, amigo de
Dios e intercesor de los hombres ante Él”. San Lupo no vacilaba en arrostrar lo
peor por salvar la oveja perdida, y su apostolado tenía un éxito que rayaba
frecuentemente en lo milagroso. Entre otros ejemplos, se cuenta que un hombre
de su diócesis había abandonado a su esposa y se había ido a vivir a Clermont.
San Lupo escribió a San Sidonio, el obispo de esa ciudad, una carta muy firme,
pero al mismo tiempo de un tono tan suave y comedido que, cuando el desertor la
leyó, se arrepintió y regresó a su casa. A ese propósito comenta San Sidonio: “¿Qué
milagro mayor puede darse que una reprimenda que mueve al pecador al
arrepentimiento y le hace amar a quien le reprende?”
Por aquella época, Atila, a la cabeza de un
innumerable ejército de hunos, invadió la Galia. La invasión fue tan bárbara,
que la gente consideraba a Atila como “el azote de Dios” que venía a castigar
los pecados del pueblo. Reims, Cambrai, Besangon, Auxerre y Langres habían
sufrido ya la cólera del invasor. La amenaza se cernía, pues, sobre Troyes. El
obispo, después de haber encomendado fervorosamente su grey a Dios, salió al
encuentro de Atila y consiguió que no entrase a la provincia, pero en cambio,
el rey de los hunos se llevó consigo a San Lupo como rehén. Después de la
derrota de los bárbaros en la llanura de Chálons, se acusó a San Lupo de haber
ayudado a Atila a escapar y el santo tuvo que salir de su diócesis y
abandonarla durante dos años, víctima de lo que podríamos llamar “histeria
anticolaboracionista”. En el exilio vivió como ermitaño en un bosque, con gran
austeridad, entregado a la contemplación. Cuando la malicia de sus enemigos
cedió finalmente ante la caridad y paciencia del obispo, volvió éste a su
diócesis y la gobernó con el mismo entusiasmo de siempre, hasta su muerte,
ocurrida el año 478.
Dado que acompañó a San Germán a Inglaterra,
antiguamente se veneraba a San Lupo en ese país. Se ha puesto en duda la
historicidad de la resistencia que el santo opuso a Atila y las consecuencias
que se derivaron de ello. En todo caso, lo cierto es que los hombres de Dios se
santifican por la oración y son capaces de obrar maravillas. Por la oración
obtuvo Elías que bajase fuego del cielo, alcanzó misericordia Manases en la
prisión, vio Ezequías restablecida su salud; la oración salvó a los ninivitas
de la catástrofe, con la oración preservaron Judit y Ester al pueblo de Dios y,
finalmente, la oración libró a Daniel de los leones y a San Pedro de sus
cadenas.
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