Mateo 11, 25-30 En
aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del
cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes,
y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito.
Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el
Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo
se lo quiera revelar. «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados,
y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy
manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi
yugo es suave y mi carga ligera».
Reflexión
Leía en una revista italiana –no recuerdo en cuál–
un artículo que decía que casi el 25% de la gente de las grandes ciudades
padece un fuerte estrés, y que otras personas llegan incluso a sufrir hondas
depresiones emocionales. ¡Es tan intenso y acelerado el ritmo del hombre de hoy
que a veces no se reserva tiempo ni para sus necesidades más elementales: para
comer, descansar o convivir con la propia familia! Como es obvio, muchas son
las causas de estos problemas, pero no voy a entrar ahora en detalles, pues el
tema de esta reflexión es otro. Por ahora sólo me limito a constatar el hecho.
Lo que sí es muy lamentable es que muchas veces también Dios pasa a un segundo,
tercer o décimo lugar en nuestra vida... Y así no es de extrañar que andemos
como andamos: sin sentido, sin rumbo fijo, sin paz ni serenidad interior.
Hoy en día es cada vez más común que muchísimas
personas, ante cualquier pequeño problema de la índole que sea, acudan al
psicólogo o al psiquiatra como si éste fuera el mago Merlín, el genio de la
lámpara maravillosa o el dueño de la piedra filosofal y de todas las panaceas.
No digo yo que esté mal. En ocasiones éstos pueden prestar valiosos apoyos.
Pero hace varias décadas, nuestros padres y abuelos preferían acudir al
sacerdote a pedir un consejo, a la confesión sacramental o a la oración. Y, a
juzgar por las opciones de tantos hombres y mujeres de hoy, parecería que el
sacerdote ya “ha pasado de moda”…
Bueno, el caso es que, cuando una persona sufre
estrés o ansiedad y acude a su médico, éste suele recetarle un medicamento
llamado “paxil”. Por lo visto, es un buen analgésico, pero en ocasiones esta
droga produce también efectos negativos; por ejemplo, hace que las personas
sientan un profundo letargo, debilidad y náuseas, que no tengan fuerzas para
nada y les resulte sumamente penoso mantener su atención en sus normales
actividades cotidianas. Y es que, lo que realmente necesita la gente no es
tanto “paxil” sino la “pax” del corazón, es decir la paz profunda del alma.
En el Evangelio de hoy nuestro Señor sale una vez
más al paso de nuestras necesidades más íntimas y personales: “Venid a mí todos
los que estáis cansados y agobiados –nos dice– y yo os aliviaré. Tomad sobre
vosotros mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y
hallaréis descanso para vuestras almas”. ¡Qué palabras tan confortantes y
consoladoras! ¡La verdadera paz del corazón! Eso es justamente lo que
necesitamos, pues todos nos sentimos a veces cansados, agobiados y deprimidos.
Y sólo Cristo puede curarnos.
Pero, ¿cómo es posible que éste sea el medicamento
que realmente necesitamos? Pues sí. Verás. La medicina y la psicología moderna
reconocen hoy el valor terapéutico de la humildad. El prestigioso psicólogo
Carl Jung dice en un libro suyo que todos los pacientes que se habían dirigido
a él sufrían por algo que se podría definir “falta de humildad”, y que no
curaban sino hasta el momento en que tomaban una actitud de respeto y de
aceptación de una realidad más grande que ellos, es decir, una actitud de
humildad.
¡Cuántas veces la causa de nuestras angustias,
problemas, temores y desalientos somos nosotros mismos! Yo diría que ésta es
siempre la verdadera causa de nuestros sufrimientos íntimos: la falta de
humildad, que es autosuficiencia, orgullo, deseo de poder y del aprecio de los
demás; o, simplemente, el no querer aceptar nuestra debilidad, nuestra
fragilidad y los propios límites. Todos queremos sentirnos fuertes, poderosos,
capaces y, sobre todo, nos gusta dar esa imagen de nosotros mismos a los demás.
Y, cuando experimentamos ese sentimiento de debilidad que no aceptamos, es
cuando nos viene toda esa agonía y esa tormenta interior que no nos permite ser
lo que realmente somos. Sufrimos, nos rebelamos, agonizamos, pero no damos el
brazo a torcer. Ésta es, tristemente, la cultura en la que hemos nacido y vivimos:
no manifestar nunca nuestra debilidad. Y si a esto se suma cierto “machismo” en
el que hemos sido educados, las cosas se complican todavía más. De ahí viene
todo ese deseo de aparentar que somos los “duros” y que no nos “ablandamos”
ante los golpes de la vida. Por eso nos da tanta vergüenza, por ejemplo, llorar
en público y nos resistimos tanto a mostrar nuestros sentimientos a los demás:
porque creemos que esa es una debilidad.
Y, sin embargo, Cristo hoy nos invita a aceptar
nuestra flaqueza, nuestras enfermedades, debilidades y miserias; a reconocer
nuestros propios límites, cansancios, agobios y desconsuelos. Y, sobre todo,
una vez que reconocemos nuestra condición de creaturas profundamente
necesitadas, quiere que nos acerquemos a Él: “Venid a mí todos los que estáis
cansados y agobiados” –nos dice–, y Él nos acogerá así como somos: inermes y
frágiles, pero desnudos ya de falsas caretas y de disfraces. Y entonces sí, “Yo
os aliviaré”, porque Él es el verdadero Médico de nuestras almas.
También san Pablo lo experimentó en primera
persona: “Muy gustosamente continuaré gloriándome en mis debilidades... y me
complazco en las enfermedades, en los oprobios, en las necesidades, en las
persecuciones, en los aprietos, por Cristo; pues cuando parezco débil, entonces
es cuando soy fuerte” (II Cor 12, 9-10).
Nuestra fortaleza es Cristo y sólo la
experimentamos cuando aceptamos nuestra debilidad para dejarnos consolar y
ayudar por Él. Sólo quien reconoce su necesidad de Dios está preparado para
recibirlo a Él dentro de su corazón. Y sólo cuando nos decidimos a ceder,
agachamos la cabeza y doblegamos las rodillas de nuestra alma ante el Señor es
cuando comenzamos a encontrar la solución a todos nuestros problemas.
Un filósofo y literato español del siglo pasado, Miguel
de Unamuno, de un temperamento ardiente y apasionado, muy combativo y enérgico,
padeció dramáticos conflictos interiores y tremendas agonías en su fe
precisamente por no querer aceptar con humildad y sencillez esta realidad de su
condición. Y cuando al fin, reconocía su debilidad, bellamente lo expresaba con
estos versos: “Agranda la puerta, Padre/ porque no puedo pasar;/ la hiciste
para niños,/ y yo he crecido a mi pesar./ Si no me la agrandas,/ achícame a mí,
por piedad;/ vuélveme a la edad bendita/ en la que vivir es soñar./ Gracias,
Padre, que ya siento/ que se va mi pubertad;/ vuelvo a los años rosados/ en los
que era niño, y nada más”.
Sí, en la humildad y en la sencillez de la fe
encontramos nuestra verdadera paz. “Aprended de mí que soy manso y humilde de
corazón y hallaréis descanso para vuestras almas”. Cristo nos lo prometió y Él
es fiel a sus promesas. Ese descanso para nuestra alma es la paz del niño que
duerme, plácido, en los brazos de su madre o de su padre. Y al niño no le da
vergüenza sentirse débil y pequeño. Allí está su fortaleza y su seguridad. ¿De
qué le serviría al niño un alarde de fuerza ante un lobo o un león? Sería para
su propia ruina. Sólo si aceptamos ser como niños ante nuestro Padre del cielo
llegaremos a buen puerto. “Hazme humilde, hazme pequeño y así no me perderé”
leí en una ocasión. Esta humildad de los niños nos lleva a un total abandono,
filial y confiado en los brazos de Dios, a pesar de todos los problemas. Por
eso, no en vano Cristo nos dijo que “si no nos hacemos como niños, no
entraremos en el Reino de los cielos”. SAC
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