Virgen Laica, 23 de
Enero
Martirologio: En Sirmione del Garda, Italia, Venerable Sierva de Dios Benedetta Bianchi Porro, virgen laica (†
1964)
Fecha de beatificación: Será beatificada el 14
de septiembre de 2019.
Primera de los cinco hijos de Elsa, una mujer de gran fe, y Guido, Benedetta nace el 8 de agosto de 1936 en Dovadola, un pequeño pueblo de la provincia de Forlì. Ya al nacer tiene inicio su larga serie de sufrimientos, con una grave hemorragia que impulsa a su madre a bautizarla con urgencia. A los tres meses enferma de poliomielitis, que le deja su pierna derecha un poco más corta que la otra, lo que la obliga a ser sometida a más intervenciones de corrección. Los niños la llamaban “la cojita”, pero ella no se ofendía: “Dicen la verdad”.
Crece con un alma
sensible, le gusta admirar las bellezas del Creador, reír con sus hermanos,
tocar el piano, nadar en el lago de Garda -en su Sirmione-, donde se traslada
con su familia a los 15 años. Mientras tanto empieza a acusar problemas de oído y tiene que llevar corsé para evitar
malformaciones en la espalda. No le faltan momentos oscuros, pero está
agradecida por el don de la vida. “Pienso que la vida es algo maravilloso
(incluso en sus aspectos más terribles), y mi alma está llena de agradecimiento
y de amor hacia Dios por ello”.
Reflexiona esta gratitud
hacia lo eterno en consideración de la visión que tiene de la amistad, muy clara en sus palabras
a Anna: “Tú eres mi primera
amiga, y amiga para mí quiere decir algo más de lo que entienden los demás. La
amiga tiene que ser algo de nosotros mismos, y tú eres para mí la mitad de mi
alma, el agua en la que me reflejo”.
Se diagnosticó a
ella misma
Con 17 años, para
complacer a su padre, se inscribe en la Facultad de Física de la Universidad de
Milán, pero pronto se da cuenta de que esos estudios no son para ella y se
cambia a Medicina. “Siempre
había soñado convertirme en médico. Quiero vivir, luchar, sacrificarme por
todos los hombres”. Para este sacrificio Dios escogerá otra vía.
Benedetta estudia con
gran empeño, supera diversos exámenes, pero su sordera avanza (llegará a ser total) y las dificultades de
movimiento la obligan a utilizar un bastón.
Cuando con 19 años se presenta al examen de anatomía, le confía a su profesor
sus problemas de audición y le pide la amabilidad de ponerle las preguntas por
escrito. “¡No se ha visto nunca a un médico sordo!”, le responde furioso el
profesor, que tira al suelo el libro de la muchacha. Algunos estudiantes se
ríen. En silencio, con lágrimas en los ojos, Benedetta se levanta para recoger
el libro, despidiéndose mansamente
de quien la había humillado: “Disculpe, profesor, no quería ofenderle”.
Años más tarde, en las reflexiones puestas por escrito con la ayuda de su madre
y por obediencia, dirá: “La humildad es la puerta de entrada al cielo”.
Su salud empeora, las
consultas médicas se multiplican, hasta cuando es ella misma, gracias a los
estudios cursados, la que se autodiagnostica: tiene la enfermedad de Von Recklinghausen, una
enfermedad rarísima que la llevará poco a poco a perder totalmente la vista. Le rapan el pelo, le operan la cabeza
y un error del cirujano le causa una parálisis en la parte izquierda del rostro.
Lentamente, pierde el sentido del gusto, del olfato y del
tacto, pero en ese sufrimiento indescriptible su vida interior crece en
intensidad. Como un sol que se abre paso en las tinieblas. Le confiesa a su
amiga María Grazia, de las
más cercanas en los años de mayor dolor: “A veces me encuentro a mí misma en el
suelo, bajo el peso de una pesada cruz. Es entonces cuando, a sus pies, Le llamo con amor y Él dulcemente
me deja apoyar la cabeza en su regazo. ¿Comprendes, María Grazia?
¿Conoces tú la dulzura de esos instantes?”.
El amor al plan de
Dios
Continúa con dificultad
los estudios hasta que, en 1960, estando ya en el quinto año de medicina, se ve
obligada a enviar al rector su renuncia. Sus proyectos iniciales se han
desvanecido completamente, pero entre una lucha y otra aprenderá a hacerse dócil ante el gran plan que Dios
tiene para ella.
En 1961 escribe a su
madre: “En cuanto a mí, estoy como siempre. Pero cuando sé que hay Alguien que
me ve mientras lucho, intento hacerme fuerte: ¡Qué bonito es así, mamá! ¡Yo creo en el Amor que desciende del Cielo,
en Jesucristo y en Su cruz gloriosa! Sí, ¡yo creo en el Amor!”.
Benedetta ha comprendido
que es amada. De un modo parecido a Santa Teresita de Lisieux, una santa que le gustaba mucho, es
consciente de esta verdad: «Dios quiere que confiemos en Él como niños». Entonces
estaba ya condenada a permanecer en cama, dónde pasará
ininterrumpidamente, paralizada,
los últimos cuatro años de su vida. En los últimos tiempos, aparte de un
hilo de voz, conseguirá mover sólo
los dedos de la mano derecha, que la ayudarán a comunicarse mediante un
alfabeto mudo.
Su habitación se
convierte en un pequeño cenáculo vivificado por el Espíritu Santo, donde los
amigos van a verla: más que ser consolada, son ellos los que se benefician de
las gracias de su abandono a Dios. María Grazia la llamará en una carta “el
rostro de la esperanza”, revelando: “A los que me hablaban de Él no les creía.
Pero en ti, que has sufrido y sufres a Su lado, no puedo no creer. Has ganado. Yo ya creo, con todo mi
ser… Creo en la Comunión de los Santos y en la vida eterna”. Benedetta,
olvidada de su yo, resumía así esta comunión: “La caridad es habitar los unos
en los otros”. Y, en el amor al Cuerpo místico de Cristo, decía que “la Iglesia es Dios entre los hombres”.
Doble milagro en
Lourdes
En su elección de abrazar
definitivamente el camino del Calvario fueron fundamentales dos viajes a Lourdes. En el primero,
en mayo del 62, había pedido la curación física porque deseaba hacerse monja: no se curará,
pero verá levantarse de improviso de la camilla a una mujer paralizada, a la
que ella misma había reconfortado, exhortándola a pedir a la Virgen María. En
el segundo, al año siguiente, va “sólo” con la intención de “sacar fuerza de la
Madre celeste” para vivir en la oscuridad que le es requerida en la cooperación
al plan del Redentor. Su “sí” en la cruz ha alcanzado ya su plenitud. “De
la ciudad de la Virgen se vuelve, de nuevo, con la capacidad de luchar con más
dulzura, paciencia y serenidad. Y yo
me doy cuenta, más que nunca, de la riqueza de mi estado, y no deseo más que
conservarlo. Ha sido para mí el milagro de Lourdes, este año”.
Para ella, que amaba rezar el Rosario (la
ayuda de la Virgen a sus hijos), valen las palabras de don Divo Barsotti: “Toda la vida de
Benedetta parece modelarse, más o menos conscientemente, sobre la Virgen de
pie, en la montaña, a los pies de la cruz”. La mañana del 23 de enero de 1964, día de los
Desposorios de la Santísima Virgen María, Benedetta le pide a su madre que le
lea la página final de Historia
de un alma de Santa Teresita. La madre le comunica, después,
que una rosa blanca ha brotado, fuera de estación, en el jardín. “Es un dulce
símbolo…”, le dice la hija (había soñado en esa rosa blanca el 1 de noviembre
anterior, “iluminada por una luz muy fuerte”, y le había explicado el sueño a
una amiga). Pasaron unos instantes y llegó su encuentro con el Esposo. Pero
antes tenía que transmitir su última palabra terrena: “Gracias”.
En 1975 fue introducida
su causa de beatificación. En 1993 fue declarada venerable por el Papa Juan Pablo
II. El 7 de noviembre de
2018, el Papa Francisco autorizó a la Congregación para la Causa de los Santos
la promulgación del decreto que concierne al reconocimiento del primer milagro
atribuido a la intercesión de la venerable Benedetta Bianchi Porro, que pronto
será proclamada beata.
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