Si uno lee con detención
los Santos Evangelios descubre todo un mundo, un océano de dolor que parece
rodear a Jesús. Parece un imán que atrae a cuanto enfermo encuentra en su paso
por la vida. Él mismo se dijo Médico que vino a sanar a los que estaban
enfermos. No puede decir “no” cuando clama el dolor. El amor de Jesús a los
hombres es, en su última esencia, amor a los que sufren, a los oprimidos. El
prójimo para Él es aquel que yace en la miseria y el sufrimiento Lc 10, 29. La buena nueva que vino a
predicar alcanzaba sobre todo a los enfermos.
El dolor y el sufrimiento
no son una maldición, sino que tienen su sentido hondo. El sufrimiento humano
suscita compasión, respeto; pero también atemoriza. El sufrimiento físico se da
cuando duele el cuerpo, mientras que el sufrimiento moral es dolor del alma.
Para poder vislumbrar un poco el sentido del dolor tenemos que asomarnos a la
Sagrada Escritura que es un gran libro sobre el sufrimiento (105) El
sufrimiento es un misterio que el hombre no puede comprender a fondo con su
inteligencia. Sólo a la luz de Cristo se ilumina este misterio. Desde que
Cristo asumió el dolor en todas sus facetas, el sufrimiento tiene valor
salvífico y redentor, si se ofrece con amor. Además, todo sufrimiento madura
humanamente, expía nuestros pecados y nos une al sacrificio redentor de Cristo.
La enfermedad en tiempos de Jesús
El estado sanitario del
pueblo judío era, en tiempos de Jesús, lamentable. Todas las enfermedades
orientales parecían cebarse en su país. Y provenían de tres fuentes
principales: la pésima alimentación, el clima y la falta de higiene.
La alimentación era
verdaderamente irracional. De ahí el corto promedio de vida de los
contemporáneos de Jesús y el que veamos con tanta frecuencia enfermos y muertos
jóvenes en la narración evangélica. Pero era el clima el causante de la mayor
parte de las dolencias. En el clima de Palestina se dan con frecuencia bruscos
cambios de calor y frío. El tiempo fresco del año, con temperaturas
relativamente bajas, pasa, sin transición ninguna, en los “días Hamsin” (días
del viento sur del desierto), a temperaturas de 40 grados a la sombra. Y, aun
en esos mismos días, la noche puede registrar bruscos cambios de temperatura
que, en casas húmedas y mal construidas como las de la época, tenían que
producir fáciles enfriamientos, y por lo mismo, continuas fiebres. Y con el
clima, la falta de higiene.
De todas las enfermedades
la más frecuente y dramática era la lepra que se presentaba en sus dos formas:
hinchazones en las articulaciones y llagas que se descomponen y supuran. La
lepra era una terrible enfermedad, que no sólo afectaba al plano físico y
corporal, sino sobre todo al plano psicológico y afectivo. El leproso se siente
discriminado, apartado de la sociedad. Ya no cuenta. Vive aislado. Al leproso
se le motejaba de impuro. Se creía que Dios estaba detrás con su látigo de
justicia, vengando sus pecados o los de sus progenitores. Basta leer el
capítulo trece del Levítico para que nos demos cuenta de todo lo que se reglamentaba
para el leproso. ¡La lepra iba comiendo sus carnes y la soledad del corazón!
Todos se mantenían lejos de los leprosos. E incluso les arrojaban piedras para
mantenerlos a distancia.
¿Cuál era la postura de
los judíos frente a la enfermedad? Al igual que los demás pueblos del antiguo
Oriente, los judíos creían que la enfermedad se debía a la intervención de
agentes sobrenaturales. La enfermedad era un pecado que tomaba carne. Es decir,
pensaban que era consecuencia de algún pecado cometido contra Dios. El Dios
ofendido se vengaba en la carne del ofensor. Por eso, el curar las enfermedades
era tarea casi exclusivamente de sacerdotes y magos, a los que se recurría para
que, a base de ritos, exorcismos y fórmulas mágicas, oraciones, amuletos y
misteriosas recetas, obligaran a los genios maléficos a abandonar el cuerpo de
ese enfermo. Para los judíos era Yahvé el curador por excelencia Ex 15, 26.
Más tarde, vino la fe en
la medicina Eclesiástico 38, 1-8. No
obstante, la medicina estaba poco difundida y no pasaba de elemental. Por eso,
la salud se ponía más en las manos de Dios que en las manos de los médicos.
Jesús ante el dolor, la enfermedad y el enfermo
Y, ¿qué pensaba Jesús de la enfermedad?
Jesús dice muy poco sobre
la enfermedad. La cura. Tiene compasión de la persona enferma. La curación del
cuerpo estaba unida a la salvación del alma. Jesús participa de la mentalidad
de la primera comunidad cristiana (106) que vivió la enfermedad como
consecuencia del pecado Jn 9, 3; Lc 7, 21.
Por tanto, Jesús vive esa identificación según la cual su tarea de médico de
los cuerpos es parte y símbolo de la función de redentor de almas. La curación
física es siempre símbolo de una nueva vida interior.
Jesús ve el dolor con
realismo. Sabe que no puede acabar con todo el dolor del mundo. Él no tiene la
finalidad de suprimirlo de la faz de la tierra. Sabe que es una herida dolorosa
que debe atenderse, desde muchos ángulos: espiritual, médico, afectivo, etc.
¿Y ante el enfermo?
Primero: siente compasión Mt 7, 26. Jesús admite al necesitado. No
lo discrimina. No se centra en los cálculos de las ventajas que puede obtener o
de la urgencia de atender a éste o a aquel. Alguien llega y Él lo atiende. Su
móvil es aplacar la necesidad. Tiene corazón siempre abierto para cualquier enfermo.
Segundo: ve más hondo. Tras el dolor ve el
pecado, el mal, la ausencia de Dios. La enfermedad y el dolor son consecuencias
del pecado. Por eso, Jesús, al curar a los enfermos, quiere curar sobre todo la
herida profunda del pecado. Sus curaciones traen al enfermo la cercanía de
Dios. No son sólo una enseñanza pedagógica; son, más bien, la llegada de la
cercanía del Reino de Dios al corazón del enfermo Lc 4, 18.
Tercero: le cura, si esa es la voluntad de
su Padre y si se acerca con humildad y confianza. Y al curarlo, desea el bien
integral, físico y espiritual Lc 7, 14.
Por eso no omite su atención, aunque sea sábado y haya una ley que lo malinterprete
Mc 1, 21; Lc 13, 14.
Cuarto: Jesús no se queda al margen del
dolor. Él también quiso tomar sobre sí el dolor. Tomó sobre sí nuestros dolores
(107). A los que sufren, Él les da su ejemplo sufriendo con ellos y con un
estilo lleno de valores Mt 11, 28.
Quinto: con los ancianos tiene comprensión
de sus dificultades, les alaba su sacrificio y su desprendimiento, su piedad y
su amor a Dios, su fe y su esperanza en el cumplimiento de las promesas divinas
Mc 12, 41-45; Lc 2, 22-38.
Juan Pablo II en su
exhortación “Salvifici doloris” (108) del 11 de febrero de 1984 dice que
Jesucristo proyecta una luz nueva sobre este misterio del dolor y del
sufrimiento, pues Él mismo lo asumió. Probó la fatiga, la falta de una casa, la
incomprensión. Fue rodeado de un círculo de hostilidad, que le llevó a la
pasión y a la muerte en cruz, sufriendo los más atroces dolores. Cristo venció
el dolor y la enfermedad, porque los unió al amor, al amor que crea el bien,
sacándolo incluso del mal, sacándolo por medio del sufrimiento, así como el
bien supremo de la redención del mundo ha sido sacado de la cruz de Cristo. La
cruz de Cristo se ha convertido en una fuente de la que brotan ríos de agua
viva. En ella, en la cruz de Cristo, debemos plantearnos también el
interrogante sobre el sentido del sufrimiento, y leer hasta el final la
respuesta a tal interrogante.
Al final de la
exhortación, el Papa dice: “Y os pedimos a todos los que sufrís, que nos
ayudéis. Precisamente a vosotros, que sois débiles, pedimos que seáis una
fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla
entre las fuerzas del bien y del mal, que nos presenta el mundo contemporáneo,
venza vuestro sufrimiento en unión con la cruz de Cristo" (número 31).
Nosotros ante el dolor y la enfermedad
¿Cuál debería ser nuestra actitud ante el dolor, la
enfermedad y ante los enfermos?
Primero, ante el dolor y la enfermedad propios: aceptarlos como venidos
de la mano de Dios que quiere probar nuestra fe, nuestra capacidad de paciencia
y nuestra confianza en Él. Ofrecerlos con resignación, sin protestar, como
medios para crecer en la santidad y en humildad, en la purificación de nuestra
vida y como oportunidad maravillosa de colaborar con Cristo en la obra de la
redención de los hombres.
Y ante el sufrimiento y el dolor ajenos: acercarnos con respeto y
reverencia ante quien sufre, pues estamos delante de un misterio; tratar de
consolarlo con palabras suaves y tiernas, rezar juntos, pidiendo a Dios la
gracia de la aceptación amorosa de su santísima voluntad.
Además de consolar al que
sufre, hay que hacer cuanto esté en nuestras manos para aliviarlo y
solucionarlo, y así demostrar nuestra caridad generosa (109). El buen
samaritano nos da el ejemplo práctico: no sólo ve la miseria, ni sólo siente
compasión, sino que se acerca, se baja de su cabalgadura, saca lo mejor que
tiene, lo cura, lo monta sobre su jumento, lo lleva al mesón, paga por él. La
caridad no es sólo ojos que ven y corazón que siente; es sobre todo, manos que
socorren y ayudan.
Juan Pablo II en su
exhortación “Salvifici doloris”, sobre el dolor salvífico, dice que el
sufrimiento tiene carácter de prueba (110). Es más, sigue diciendo el
Papa: “El sufrimiento
debe servir para la conversión, es decir, para la reconstrucción del bien en el
sujeto, que puede reconocer la misericordia divina en esta llamada a la
penitencia. La penitencia tiene como finalidad superar el mal, que bajo
diversas formas está latente en el hombre, y consolidar el bien tanto en uno
mismo como en su relación con los demás y, sobre todo, con Dios" (número 12).
Conclusión
Así Jesús pasaba por las
calles de Palestina curando hombres, curando almas, sanando enfermedades y
predicando al sanarlas. Y la gente le seguía, en parte porque creían en Él, y,
en mayor parte, porque esperaban recoger también ellos alguna migaja de la
mesa. Y la gente le quería, le temían y le odiaban a la vez. Le querían porque
le sabían bueno, le temían porque les desbordaba y le odiaban porque no
regalaba milagros, como un ricachón, monedas. Pedía, a cambio, nada menos que
un cambio de vida. Algo tiene el sufrimiento de sublime y divino, pues el mismo
Dios pasó por el túnel del sufrimiento y del dolor... ni siquiera Jesús privó a
María del sufrimiento. La llamamos Virgen Dolorosa. Contemplemos a María y así
penetraremos más íntimamente en el misterio de Cristo y de su dolor salvífico. AR
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