A nuestra vida, para ser humana, le falta una dimensión esencial: La
interioridad. Se nos obliga a vivir con rapidez, sin detenernos en nada ni en
nadie, y la felicidad no tiene tiempo para penetrar hasta nuestra alma.
Pasamos rápidamente por todo y nos quedamos casi siempre en la
superficie. Se nos está olvidando escuchar y mirar la vida con un poco de
hondura y profundidad.
El silencio nos podría curar, pero ya no somos capaces de encontrarlo en
medio de nuestras mil ocupaciones. Cada vez hay menos espacio para el espíritu
en nuestra vida diaria. Por otra parte, ¿quién se atreve a ocuparse de cosas
tan sospechosas como la vida interior, la meditación o la búsqueda de Dios?
Privados de vida interior, sobrevivimos cerrando los ojos, olvidando
nuestra alma, revistiéndonos de capas y más capas de proyectos, ocupaciones,
ilusiones y planes. Nos hemos adaptado ya y hasta hemos aprendido a vivir “como
cosas en medio de cosas”
Pero lo triste es observar que, con demasiada frecuencia, tampoco la religión
es capaz de dar calor y vida interior a las personas. En un mundo que ha
apostado por lo “exterior”, Dios queda como un objetivo demasiado lejano y, a
decir verdad, de poco interés para la vida diaria.
Por ello, no es extraño ver que muchos hombres y mujeres “pasan de
Dios”, lo ignoran, no saben de qué se trata, han conseguido vivir sin tener
necesidad de Él. Quizás existe, pero lo cierto es que no les “sirve” para nada
útil. Los evangelistas presentan a Jesús como el que viene a “bautizar con
Espíritu Santo, es decir, como alguien que puede limpiar nuestra existencia y
sanarla con la fuerza del Espíritu. Y, quizás, la primera tarea de la Iglesia
actual sea, precisamente, la de ofrecer ese “Bautismo de Espíritu Santo” al
hombre de hoy.
Necesitamos ese Espíritu que nos enseñe a pasar de lo puramente exterior
a lo que hay de más íntimo en el hombre, en el mundo y en la vida. Un Espíritu
que nos enseñe a acoger a ese Dios que habita en el interior de nuestras vidas
y en el centro de nuestra existencia.
No basta que el Evangelio sea predicado con palabras. Nuestros oídos
están demasiado acostumbrados y no escuchen ya el mensaje de las palabras. Sólo
nos puede convencer la experiencia real, viva, concreta de una alegría interior
nueva y diferente.
Hombres y mujeres, convertidos en paquetes de nervios excitados, seres
movidos por una agitación exterior vacía, cansados ya de casi todo y sin apenas
alegría interior alguna, ¿podemos hacer algo mejor que detener un poco nuestra
vida, invocar humildemente a un Dios en el que todavía creemos y abrirnos
confiadamente al Espíritu que puede transformar nuestra existencia? JAP
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