Agustín de
Tagaste era un joven y brillante orador, dotado de una gran inteligencia y un
corazón ardiente. Su adolescencia transcurrió entre diversas escuelas de
Madaura, Tagaste y Cartago, de manera un tanto turbulenta. Durante años anduvo
sin apenas rumbo moral en su vida, muy influida por amistades poco
recomendables: Mientras me olvidaba de Dios -dice de sí mismo-, por todas
partes oía: ¡Bien, bien!
Yo ardía en
deseos de hartarme de las más bajas cosas y llegué a envilecerme hasta con los
más diversos y turbios amores; me ensucié y me embrutecí por satisfacer mis
deseos. Me sentía inquieto y nervioso, solo ansiaba satisfacerme a mí mismo,
hervía en deseos de fornicar. (...) ¡Ojalá hubiera habido alguien que me ayudara
a salir de mi miseria...!
No era feliz: Sabía
que Dios podía curar mi alma, lo sabía. Pero ni quería ni podía. Tanto más
cuanto que la idea que yo tenía de Dios no era algo real y firme, sino un
fantasma, un error. Y, si me esforzaba por rezar, inmediatamente resbalaba como
quien pisa en falso, y caía de nuevo sobre mí. Yo era para mí mismo como una
habitación inhabitable, en donde ni podía estar ni podía salir. ¿Dónde podría
huir mi corazón que huyese de mi corazón? ¿Cómo huir de mí mismo?
Agustín
buscaba la verdad en diversas ideologías. Habló con las figuras intelectuales
más destacadas para encontrar respuesta a las situaciones culturales y sociales
de su época. Pasaba de maestro en maestro y de ideología en ideología. Pero
nada le llenaba el corazón. Leía incesantemente. Triunfó dando clases y
conferencias, hasta convertirse en un personaje de moda, y era un pensador
influyente al que llamaban de todos los sitios.
Estando en
Milán, en el año 384, acudía, sin demasiada buena disposición, a escuchar las
homilías de Ambrosio, obispo de la ciudad. Ambrosio era un hombre de una gran
talla intelectual, y Agustín estaba interesado en su oratoria, no en su doctrina,
pero, al atender para aprender de su elocuencia -explicaba-, aprendía al mismo
tiempo lo que de verdadero decía. Le parecía que aquel hombre explicaba de un
modo distinto los pasajes de la Sagrada Escritura que él ridiculizaba en sus
clases y que ahora le empezaban a parecer verdaderos.
El 1 de enero
del año 385 se estaba preparando para hablar ante toda la Corte del Emperador
Valentiniano, instalada por entonces en aquella ciudad. Agustín estaba
consiguiendo sus propósitos de triunfar gracias a su elocuencia, pese a ser aún
muy joven. Pero notaba que algo en su vida estaba fallando. Al volver
-escribiría más adelante- y pasar por una de las calles de Milán, me fijé en un
pobre mendigo que, despreocupado de todo, reía feliz. Yo, entonces,
interiormente, lloré.
Una cascada de
sentimientos se desbordó en el corazón de Agustín. Caminaba, como siempre, rodeado
de un grupo de amigos. Les dije que era nuestra ambición la que nos hacía
sufrir y nos torturaba, porque nuestros esfuerzos, como esos deseos de triunfar
que me atormentaban, no hacían más que aumentar la pesada carga de nuestra
infelicidad.
No hago más
que trabajar y trabajar para lograr mis objetivos y, cuando los consigo, ¿soy
más feliz? No. Tengo que seguir bregando contra todo y contra todos para
mantenerme en mi puesto. Mientras tanto, ese tipo vive tan contento sin tener
nada... Bueno; no sé si estará contento, no sé si será realmente feliz, pero,
desde luego, el que no soy feliz soy yo... No es que me guste su vida, ¡es mi
vida la que no me gusta! He conseguido un estatus, una posición económica y
cultural... ¿y qué? No compares -le dijeron sus amigos-. Ese tipo se ríe porque
habrá bebido. Y tú tienes todos los motivos para estar feliz, porque estás
triunfando...
Sí, estaba
triunfando, pero aquellos éxitos en su cátedra y en sus conferencias, más que
alegrarle, le deprimían. Al menos -se decía-, ese mendigo se ha conseguido el
vino honradamente pidiendo limosna, y yo... he alcanzado mi estatus a base de
traicionarme a mí mismo. Si el mendigo estaba bebido, su borrachera se le
pasaría aquella misma noche, pero yo dormiría con la mía, y me despertaría con
ella, y me volvería a acostar y a levantar con ella día tras día.
La crisis se
había desencadenado. Pero la lucha no había hecho más que empezar, llena de
vacilaciones. La fe católica me da explicaciones a lo que me pregunto...; sin
embargo, ¿por qué no me decido a que me aclaren las demás cosas?
En su vida
moral seguía haciendo lo que le apetecía. Deseaba salir de aquella situación,
pero, a la vez, se sentía incapaz. Si uno se deja llevar por esas pasiones, al
principio se convierten en una costumbre, pero, luego, en una esclavitud...
Era un esclavo
de esas pasiones, lo reconocía. Por eso, el tiempo pasaba y Agustín se resistía
a cambiar. Deseaba la vida feliz del creyente, pero, a la vez, me daba miedo el
modo de llegar a ella. Pensaba que iba a ser muy desgraciado si renunciaba a
las mujeres... ¡Qué caminos más tortuosos! Ay de esta alma mía insensata, que
esperó, lejos de Dios, conseguir algo mejor. Daba vueltas, se ponía de
espaldas, de lado, boca abajo..., pero todo lo encontraba duro e incómodo...
Agustín va
poco a poco logrando dominar mejor sus pasiones y su soberbia, pero se encuentra
con otro poderoso enemigo: Me daba pereza comenzar a caminar por la estrecha
senda. Todavía seguía repitiendo como hacía años: mañana; mañana me aparecerá
clara la verdad y, entonces, me abrazaré a ella.
El proceso de
su conversión pasó -según contaría él mismo en su libro “Las Confesiones”- por
multitud de pequeños detalles. El giro definitivo se produjo un día de agosto
del año 386, en que recibió la visita de su amigo Ponticiano. Tuvieron una
animada conversación. En un momento dado, Ponticiano le contó la historia de un
monje llamado Antonio, y luego, viendo el creciente interés de Agustín, una
anécdota suya personal. Le contaba esas cosas con intención de acercarle a
Dios, pero probablemente no sospechaba el fuerte influjo que sus palabras
producían en Agustín. Lo que me contaba Ponticiano me ponía a Dios de nuevo
frente a mí y me colocaba a mí mismo enérgicamente ante mis ojos para que
advirtiese mi propia maldad y la odiase. Yo ya la conocía, pero hasta entonces
quería disimularla, y me olvidaba de su fealdad. Me puso cara a cara conmigo
mismo para que viese lo horrible que era yo.
Mientras su
amigo hablaba, Agustín pensaba en su alma, que encontraba tan débil, oprimida
por el peso de las malas costumbres que le impedían elevarse a la verdad, pese
a que ya la veía claramente. Habían pasado ya muchos años, unos doce,
aproximadamente, desde que cumplí los diecinueve, desde aquel año en que por
leer a Cicerón me vi movido a buscar la sabiduría.
Había pedido a
Dios la castidad, aunque de este modo: Dame, Señor, la castidad y la
continencia, pero no ahora, porque temía que Dios me escuchara demasiado pronto
y me curara inmediatamente de mi enfermedad de concupiscencia, que yo prefería
satisfacer antes que apagar. Se redoblaba mi miedo y mi vergüenza a ceder otra
vez y no terminaba de romper lo poco que ya quedaba.
Ponticiano
terminó de hablar, explicó el motivo de su visita y se fue. El combate interior
de Agustín se acercaba a su final. Cada vez faltaba menos, pero podía más en mí
lo malo, que ya se había hecho costumbre, que lo bueno, a lo que no estaba acostumbrado.
Se decía:
¡Venga, ahora, ahora! Pero, cuando estaba a punto... se detenía en el borde.
Era como si los viejos placeres le retuviesen, diciéndole bajito: ¿Cómo? ¿Es
que nos dejas? ¿Ya no estaremos contigo, nunca, nunca? ¿Desde ahora ya no podrás
hacer eso... ni aquello? ¡Y qué cosas, Dios mío, me sugerían con las palabras
eso y aquello! Los placeres seguían insistiéndole: ¿Qué? ¿Es que piensas que
vas a poder vivir sin nosotros, tú? ¿Precisamente tú...? Miró a su alrededor.
Muchos lo habían logrado. ¿Por qué no voy a poder yo -se preguntó- si este, si
aquel, si aquella han podido?
Salió con su
amigo Alipio al jardín de la casa. ¡Hasta cuándo -se preguntaba-, hasta cuándo,
mañana, mañana! ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no ahora mismo y pongo fin a todas
mis miserias? Mientras decía esto, oyó que un niño gritaba desde una casa
vecina: ¡Toma y lee! ¡Toma y lee! Pensó que Dios se servía de ese chico para
decirle algo. Corrió hacia el libro, y lo abrió al azar por la primera página que
encontró. Leyó en silencio: No andéis más en comilonas y borracheras, ni
haciendo cosas impúdicas. Dejad ya las contiendas y peleas. Revestíos de
Nuestro Señor Jesucristo y no busquéis cómo contentar los antojos de la carne y
de sus deseos.
Cerró el
libro. Esa era la respuesta. No quiso leer más, ni era necesario. Como si me
hubiera inundado el corazón una fortísima luz, se disipó toda la oscuridad de
mis dudas. Cuando se tranquilizó un poco, se lo contó a Alipio, que quiso ver
lo que había leído. Se lo enseñó y su amigo se fijó en la frase siguiente del
texto de la Escritura, en la que no había reparado. Seguía así: Recibid al
débil en la fe.
Después
entramos a ver a mi madre, se lo dijimos todo y se llenó de alegría. Le
contamos cómo había sucedido y saltaba de alegría y cantaba y bendecía a Dios,
que le había concedido, en lo que se refiere a mí, lo que constantemente pedía
desde hacía tantos años, en sus oraciones y con sus lágrimas.
A los pocos
meses, en la Vigilia Pascual, recibieron el bautismo Agustín, su hijo y su amigo.
Años después, escribiría: Tarde te amé, Belleza, tan antigua y tan nueva,
¡tarde te amé! Estabas dentro de mí, y yo te buscaba por fuera... Me lanzaba
como una bestia sobre las cosas hermosas que habías creado. Estabas a mi lado,
pero yo estaba muy lejos de Ti. Esas cosas... me tenían esclavizado. Me
llamabas, me gritabas y, al fin, venciste mi sordera. Brillaste ante mí y me
liberaste de mi ceguera... Aspiré tu perfume y te deseé. Te gusté, te comí, te
bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz.
El camino de San
Agustín hacia la conversión refleja muy bien la tendencia de todo hombre a
retrasar las decisiones que vemos bastante claras con la cabeza pero a las que
se opone la resistencia de nuestras malas costumbres o pasiones. Su relato
autobiográfico es uno de los mejores testimonios que se han escrito sobre los
problemas, angustias y búsquedas que supone la lucha contra esa resistencia
interior. Una lucha que acabó en victoria y que ha dejado a la humanidad la
memoria de un personaje tan insigne como San Agustín, un gran pensador y un
gran santo, cuyos escritos filosóficos y teológicos constituyen una referencia
ineludible en la historia del pensamiento.
Muchas veces,
las llamadas de Dios chocan contra ese muro en nuestro interior, que retrasa
nuestras respuestas, desvía nuestra mirada y nos hace repetir, como Agustín:
¡mañana!, ¡mañana! Muchas veces, ese mañana acaba por ahogar en su mismo
nacimiento la voz del Señor. De ahí la necesidad de luchar contra el mal de la
indolencia, contra esa falta de reacción ante el frío y el calor que circundan
a la persona y que llegan a dejarla en una situación de indiferencia, de
letargo inútil que le impide salir de sí misma para emprender acciones
arriesgadas, pese a desearlo profundamente.
—Pero las cosas importantes necesitan un tiempo de
maduración.
Si nos tomamos
tiempo para considerar con calma las cosas en la presencia de Dios, para
reflexionar y obrar con madurez y libertad, eso es algo no solo prudente, sino
lógico y necesario. Pero, si nos tomamos ese tiempo para ver si así se diluyen
las cosas y se pierde la voz del Señor en el ruido de fondo de nuestra vida,
entonces nos estamos engañando, como explicaba San Agustín. Quizá entonces, a
ese “mañana, mañana...” haya que encararse pensando si no es nuestro “hoy”
precisamente el que nos pide Dios.
Además, todos
esos “mañanas” no podemos tenerlos tan seguros. San Luis Gonzaga murió a los
veintitrés años, San Estanislao de Kostka a los dieciocho, San Juan Berchmans a
los veintidós, Santa Teresa de Lisieux a los veinticuatro, y así muchos más.
Dios puede llamar a cualquier edad, pero si nos llama en la juventud, hemos de
agradecerlo como una predilección muy especial. Algunos piensan lo contrario, y
creen que es mejor dejar pasar esos años, disfrutar de la juventud lejos de
responsabilidades y compromisos, pero quienes han descubierto pronto esa
llamada saben que no se cambian por nadie.
Además, si se
entiende bien lo que supone descubrir la vocación, es decir, conocer el
designio de Dios para nuestra vida, lo propio no es la espera, sino la
esperanza. Hemos de fomentar la esperanza de ese encuentro con Dios. La espera
puede aguardarse durmiendo, la esperanza, caminando. La espera es un sillón; la
esperanza, un camino en progreso. La espera, un refugio cómodo; la esperanza
cristiana, una virtud aguerrida.
—Pero no se puede meter prisa.
Con el frío,
muchas plantas se hielan. Y así pasa con tantas vocaciones que dejan pasar el
tiempo sin responder a Dios. Si lo consideramos en el silencio de la oración, quizá
encontremos que los tiempos de Dios implican un sentido de urgencia. Si
pensamos en tantas personas que aún no conocen a Dios, en todas las que le
conocen pero no le aman, y en todas las que le odian, y en las que mueren sin
haber oído siquiera hablar de Él, quizá entonces entendamos que puede haber
algo de esa urgencia divina.
No es cuestión
de meter prisa a nadie, sino de asegurar que, con el paso de los días y los
meses, y quizá los años, no estemos dejando pasar nuestra hora. Hay que pensar
las cosas con calma, pero sin eternizarse en la respuesta.
—Pero nunca puede ser buena la precipitación de
una respuesta inmediata.
La preparación
y la buena disposición no son inmediatas, sino meditadas y maduradas. Pero la
respuesta puede ser inmediata, como lo fue, por ejemplo, la respuesta de la
Virgen al anuncio del ángel, en esa entrañable escena de la Anunciación. Nadie
calificaría de precipitada a Santa María por contestar con su “Hágase en mí
según tu palabra” en unos pocos segundos. Los requerimientos de Dios a veces
piden una respuesta rápida.
En el
Evangelio se lee también que Nuestro Señor encontró a Simón Pedro y a Andrés
echando las redes al mar y les llamó: “Venid conmigo y os haré pescadores de
hombres”. Y ellos, enseguida, dejando las redes, lo siguieron. Y lo mismo
sucedió poco después con Santiago y Juan, que estaban en la barca con su padre
Zebedeo remendando sus redes; y los llamó. Ellos, al instante, dejaron la barca
y a su padre, y le siguieron. El Señor les pidió dejarlo todo y ellos respondieron
con prontitud, sabiendo jugarse todo a una sola carta, la carta del amor de
Dios.
Es verdad que
la respuesta a la vocación puede requerir tiempo. No puede ser el fruto
irreflexivo del impulso de un momento. Por eso, el tiempo en el que se plantea
la vocación debe ser tiempo de oración intensa, no de dilación cómoda; tiempo
de búsqueda y no de olvido; tiempo para responder, no para demorar la respuesta
con un mañana engañoso.
Es verdad que
siempre cabe darle otra vuelta más a nuestras dudas. Es una dilación que puede
nacer de la recta prudencia, pero también de las excusas eternas, o de lo que
San Agustín llamaba sus viejas amigas. Pedimos tiempo y calma, ¿para decidir o
para olvidar? Así lo relataba San Agustín: Me encontraba en la situación de uno
que está en la cama por la mañana. Le dicen: ¡Fuera!, levántate, Agustín. Yo
decía, al contrario: Sí, más tarde, un poco más todavía. Al fin, el Señor me
dio un buen empujón y salí.
Agustín fue un
apasionado buscador de la verdad. Al final descubrió que solo en Dios se pueden
saciar los deseos profundos del corazón humano. Su historia es una interesante
referencia para todos aquellos que, sedientos de felicidad, la buscan
recorriendo caminos equivocados y se pierden en callejones sin salida. AA
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