Tres mujeres
van al ginecólogo. La primera, soltera, descubre que está embarazada. La
segunda, casada, acaba de saber que su hijo tiene el Síndrome de Down. La
tercera, también casada, recibe una información que presagia tormenta: su hijo
es de una raza diferente de la de los dos esposos...
Cada mujer
acoge la noticia de su embarazo de una manera diferente, según su situación, su
psicología, sus principios. Además, quienes están a su alrededor empiezan a
ofrecer opiniones y consejos de diverso tipo. En los tres casos anteriores, es
frecuente que la misma mujer o quienes están junto a ella piensen que si
recurren al aborto evitarán muchos problemas personales y familiares.
Si aceptamos
este modo de pensar, el hijo queda relegado a una situación de inferioridad,
como si fuese de segunda clase. Porque en el mundo de los embarazos se dan dos
situaciones claramente diferentes. En la primera, se da un “sí” al hijo, a su
dignidad, a sus valores intrínsecos, desde una actitud materna de acogida y de
amor. En la segunda, se da un “no” al hijo, como si sus derechos y su valor
intrínseco no fuesen relevantes, como si desapareciese su dignidad ante los
deseos de otros.
La existencia
de actitudes tan diferentes implica, en el fondo, suponer que habría dos tipos
de hijos. Unos serían considerados como de primera clase: aquellos que son
amados, que son acogidos en los proyectos de su madre o de quienes con mayor o
menor intensidad influyen sobre ella. Otros serían vistos como de segunda clase:
aquellos que no son amados, que se presentan como incómodos, como
problemáticos, como enfermos, como racialmente indeseados, o como hijos de un
adulterio que la esposa quiere ocultar a cualquier precio.
El aborto es
posible desde esa mentalidad discriminatoria que admite entre los hijos clases
y categorías diferentes, desde criterios arbitrarios que dependen de las
preferencias de los adultos. Tales criterios pueden variar enormemente, pues
hay quien considera un simple problema en los labios del feto como motivo
suficiente para abortarlo, mientras que otros optan por el aborto selectivo de
niñas (o de niños), y no falta quien simplemente ha decidido abortar para no
perder la línea o para realizar un deseado viaje en un crucero...
En realidad,
si observamos al hijo en su existencia propia, en su proceso biológico, en su
identidad, tendremos que reconocer que no hay hijos de segunda clase, sino que
todos se caracterizan por su condición humana, por un modo de ser que los hace
merecedores del mismo trato ante la ley y ante los hombres.
Es cierto que
entre hijo e hijo hay diferencias enormes. Unos son sanos, otros enfermos; unos
serán más inteligentes en la escuela, otros apenas lograrán pasar los exámenes
con un suficiente; unos serán deportistas, otros ingenieros. A pesar de ello,
todos los hijos, de razas y de sangre distintas, capacitados para vivir muchos
años o unos pocos meses, participan de la misma humanidad, sin distinciones que
indiquen quién merece morir y quién puede seguir adelante durante los meses del
embarazo y después del día del parto.
La dignidad de
cada ser humano no depende de su mayor o menor perfección física, de la
situación económica de sus padres, de los deseos y proyectos de quienes están
llamados a cuidarlo antes y después del parto. Reconocer tal dignidad hará
posible romper esquemas discriminatorios injustos, y llevará a tratar con
respeto a cada hijo, desde el inicio de su existencia, simplemente por lo que
es: un ser humano que ya está en marcha en el camino de la vida. FP
No hay comentarios.:
Publicar un comentario