Acabo de
leer que cada año, sólo en Francia, se fugan de sus casas cien mil
adolescentes, y cincuenta mil intentan suicidarse. Los estragos de las drogas
—blandas, duras, naturales o de diseño— son conocidos y lamentados por todos.
Parece como si las conductas adictivas fueran casi el único refugio a la
desolación de muchos jóvenes. La gente mueve la cabeza horrorizada y piensa que
casi nada se puede hacer, que son los signos de los tiempos, un destino
inexorable y ciego.
Sin
embargo, se pueden hacer muchas cosas. Y una de ellas, muy importante, es
educar mejor los sentimientos. El sentimiento no tiene por qué ser un
sentimentalismo vaporoso, blandengue y azucarado. El sentimiento es una
poderosa realidad humana, que es preciso educar, pues no en vano los sentimientos
son los que con más fuerza habitualmente nos impulsan a actuar.
Los
sentimientos nos acompañan siempre, atemperándonos o destemplándonos. Aparecen
siempre en el origen de nuestro actuar, en forma de deseos, ilusiones,
esperanzas o temores. Nos acompañan luego durante nuestros actos, produciendo
placer, disgusto, diversión o aburrimiento. Y surgen también cuando los hemos
concluido, haciendo que nos invadan sentimientos de tristeza, satisfacción,
ánimo, remordimiento o angustia.
Sin embargo,
este asunto, de vital importancia en educación, es en muchos casos abandonado a
su suerte. La confusa impresión de que los sentimientos son una realidad
innata, inexorable, oscura, misteriosa, irracional y ajena a nuestro control,
ha provocado un considerable desinterés por su educación. Pero la realidad es
que los sentimientos son influenciables, moldeables, y si la familia y la
escuela no se empeñan en ello, será el entorno social quien se encargue de
hacerlo.
Todos contamos con la posibilidad de conducir en bastante
grado los sentimientos propios o los ajenos. Con ello cuenta quien trata de
enamorar a una persona, o de convencerle de algo, o de venderle cualquier cosa.
Desde muy pequeños, aprendimos a controlar nuestras emociones y también un poco
las de los demás. El marketing, la publicidad, la retórica, siempre han buscado
cambiar los sentimientos del oyente. Todo esto lo sabemos, y aún así seguimos
pensando muchas veces que los sentimientos difícilmente pueden educarse. Y
decimos que las personas son tímidas o desvergonzadas, generosas o envidiosas,
depresivas o exaltadas, cariñosas o frías, optimistas o pesimistas, como si
fuera algo que responde casi sólo a una inexorable naturaleza.
Es cierto que
las disposiciones sentimentales tienen una componente innata, cuyo alcance
resulta difícil de precisar. Pero sabemos también la importancia de la primera
educación infantil, del fuerte influjo de la familia, de la escuela, de la
cultura en que se vive. Las disposiciones sentimentales pueden modelarse
bastante. Hay malos y buenos sentimientos, y los sentimientos favorecen unas
acciones y entorpecen otras, y por tanto favorecen o entorpecen una vida digna,
iluminada por una guía moral, coherente con un proyecto personal que nos
engrandece. La envidia, el egoísmo, la agresividad, la crueldad, la desidia,
son ciertamente carencias de virtud, pero también son carencias de una adecuada
educación de los correspondientes sentimientos, y son carencias que quebrantan
notablemente las posibilidades de una vida feliz.
Educar los
sentimientos es algo importante, seguramente más que enseñar matemáticas o
inglés. ¿Quién se ocupa de hacerlo? Es triste ver tantas vidas arruinadas por
la carcoma silenciosa e implacable de la mezquindad afectiva. La pregunta es ¿A
qué modelo sentimental debemos aspirar? ¿Cómo encontrarlo, comprenderlo, y
después educar y educarse en él? Es un asunto importante, cercano, estimulante
y complejo. AA
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