Existe una
leyenda entre los indios norteamericanos que cuenta cómo un bravo guerrero, en
cierta ocasión, encontró un huevo de águila y lo puso en un nido de chochas,
esas pequeñas aves zancudas tan frecuentes en aquellos lugares.
El aguilucho
nació y creció con las chochas y terminó por ser una más entre ellas. Para
comer no cazaba como las águilas, sino que escarbaba la tierra buscando
semillas e insectos. Cacareaba y cloqueaba. Correteaba y volaba a saltos
cortos, como las chochas.
Un día vio un
magnífico pájaro, a gran altura, cuya silueta se recortaba en un cielo azul
intenso. Su aspecto era majestuoso, aristocrático, real, imponente. —¡Qué
pájaro tan hermoso! ¿Qué es?, preguntó la que era un águila cambiada, mientras
sentía rebullir su sangre de un modo muy íntimo.
—¡Ignorante!
¿No lo sabes?, cloqueó el vecino. Es un águila: la reina de las aves. Pero no
sueñes, nunca podrás ser como ella.
El águila
cambiada lanzó un profundo suspiro nostálgico..., bajó la cabeza..., picoteó el
suelo..., y se olvidó del águila majestuosa. Pasado el tiempo, murió creyendo
que era una chocha.
A algunas
personas les sucede como a esta pobre águila, inconsciente de su noble origen y
de sus posibilidades. Han venido al mundo y hacen lo que ven que se hace a su
alrededor, no se sienten llamados a nada grande. Cuando observan en otros algo
digno de imitación (y suelen fijarse poco en eso), casi siempre lo ven como
algo lejano e inasequible para ellos. No trascienden, no aspiran a más, se
contentan con el aburrido transcurrir de la rutina de su entorno. No entienden
de cosas grandes, de magnanimidad.
Sus
pensamientos y sus respuestas son siempre mezquinas y calculadoras. Pueden ser
agudos, pero su lucidez (quizá su falta de lucidez) siempre está teñida de
escepticismo. Son incapaces de pensamientos elevados o generosos, y piensan que
quienes los tienen son unos ingenuos o unos falsos. Todo lo que hacen tiene el
regusto de la mediocridad, incluso en la diversión.
Para prevenir
y prevenirse en la educación contra esa desgraciada mentalidad, es preciso
esforzarse por crear un clima estimulante, un sensato y equilibrado ambiente de
sentimientos audaces, magnánimos e ilusionantes.
Enfrentarse
con lo difícil, alejarse de la posición de mínimo esfuerzo, es algo propio de
la virtud de la magnanimidad. Una virtud que los filósofos medievales definían
como un razonable empeño en alcanzar cosas altas. Y una virtud que parece muy
necesaria en la educación del carácter, porque el hombre empequeñecido
difícilmente acierta a comprender las ventajas que supone la liberación de esa
mediocridad que le atenaza.
Todos hemos de
esforzarnos para que la mediocridad no se vaya adueñando de nosotros con el
paso del tiempo. El apocamiento de ánimo es una sombra que, con el desgaste del
transcurrir de la vida, puede acabar por manejarnos con sutileza, y lograr
nuestra sumisión, sedando poco a poco nuestras esperanzas e ilusiones hasta
hacernos casi subhumanos.
Además, no
debemos olvidar que difícilmente alcanzaremos una meta más elevada que la que
nos hayamos propuesto. Hemos de ser capaces de observar en nuestra vida esos
brillos que nos arrancan de la mediocridad, de la rutina, de la monotonía.
Descubrir luces en lo que a primera vista se manifiesta opaco.
La grandeza de ánimo también requiere un poco de estilo. Hemos de evitar
lo mediocre y lo mezquino, más que condenarlo altivamente. Porque —como decía
Jean Guitton— cuando la grandeza de ánimo se alía a la altivez suele quedarse
sólo en altivez, que es un horrible defecto. Cuando la grandeza se expresa sin
rebajar a nadie, sin sobrellevarse a sí misma, entonces es una magnanimidad
noble y con clase. AA
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