Texto del
Evangelio (Jn 1,1-18): En el
principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era
Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no
se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de
los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.
Hubo un
hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Éste vino para un testimonio, para
dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz,
sino quien debía dar testimonio de la luz. La Palabra era la luz verdadera que
ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo
fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la
recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos
de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre, ni de deseo
de hombre, sino que nació de Dios.
Y la Palabra
se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria,
gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan
da testimonio de Él y clama: «Éste era del que yo dije: El que viene detrás de
mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su
plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por
medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios
nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha
contado.
«Y la Palabra se hizo carne, y puso
su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria»
Comentario:
Rev. D. Ferran BLASI i Birbe (Barcelona, España)
Hoy, el Evangelio de Juan se nos presenta en una
forma poética y parece ofrecernos, no solamente una introducción, sino también
como una síntesis de todos los elementos presentes en este libro. Tiene un
ritmo que lo hace solemne, con paralelismos, similitudes y repeticiones
buscadas, y las grandes ideas trazan como diversos grandes círculos. El punto
culminante de la exposición se encuentra justo en medio, con una afirmación que
encaja perfectamente en este tiempo de Navidad: «Y la Palabra se hizo carne, y puso
su morada entre nosotros» (Jn 1,14).
El autor nos dice que Dios asumió la condición
humana y se instaló entre nosotros. Y en estos días lo encontramos en el seno
de una familia: ahora en Belén, y más adelante con ellos en el exilio de
Egipto, y después en Nazaret.
Dios ha querido que su Hijo comparta nuestra
vida, y —por eso— que transcurra por todas las etapas de la existencia: en el
seno de la Madre, en el nacimiento y en su constante crecimiento (recién
nacido, niño, adolescente y, por siempre, Jesús, el Salvador).
Y continúa: «Hemos contemplado su gloria, gloria
que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Ibidem).
También en estos primeros momentos, lo han cantado los ángeles: «Gloria a Dios
en el cielo», «y paz en la tierra» (cf.
Lc 2,14). Y, ahora, en el hecho de estar arropado por sus padres: en los
pañales preparados por la Madre, en el amoroso ingenio de su padre —bueno y
mañoso— que le ha preparado un lugar tan acogedor como ha podido, y en las
manifestaciones de afecto de los pastores que van a adorarlo, y le hacen
carantoñas y le llevan regalos.
He aquí cómo este fragmento del Evangelio nos
ofrece la Palabra de Dios —que es toda su Sabiduría—. De la cual nos hace
participar, nos proporciona la Vida en Dios, en un crecimiento sin límite, y
también la Luz que nos hace ver todas las cosas del mundo en su verdadero
valor, desde el punto de vista de Dios, con “visión sobrenatural”, con
afectuosa gratitud hacia quien se ha dado enteramente a los hombres y mujeres
del mundo, desde que apareció en este mundo como un Niño.
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