viernes, 21 de agosto de 2020

En Jesucristo tu vida adquiere consistencia y solidez…

En Jesucristo tu vida adquiere consistencia y solidez, en una palabra, se unifica.
Sueñas con una vida en la que pudieses tener largos ratos de soledad para orar pero cuando tienes tiempo libre, lo malgastas en diversiones.
Sufres una tirantez entre tus múltiples ocupaciones y tu deseo de tener tu vida entre tus manos. Ante todo no culpes a las circunstancias externas o a tus numerosos compromisos de tu falta de tiempo, sino toma conciencia de que la verdadera culpa la tienes tú. Tú eres quien debe hacer la síntesis entre tu ser íntimo y tu ser para los demás.
Todos los días tienes la experiencia del tiempo ‘desperdiciado’ sin plan y sin libertad.
Tienes dificultad para encontrar tu propia identidad porque vives disperso en la superficie de tu ser. Experimentas el deseo de unificar tu vida en la presencia de ti mismo, en la acogida a los demás y a las cosas externas. En una palabra, deseas hacer la experiencia de Agustín en el momento de su conversión. El mismo dice que pasó entonces de la ‘distensión’ a la ‘intención’, de la dispersión a la unificación, del esfuerzo que dispersa al esfuerzo que concentra y unifica.
Este movimiento de pacificación no puede realizarse a nivel de las técnicas. Sólo, una existencia polarizada y unificada alrededor de una presencia es capaz de librarte del sentimiento de descuartizamiento y disgregación que te divide interiormente. Debes hacerte presente a ti mismo para que seas capaz de acoger en el centro de tu ser, para integrarlo, la aportación externa de las personas, de las cosas o de las ideas que recibas. Como dice Mounier: “Es preciso que tu diálogo interior sea tal que puedas proseguirlo con la primera persona con la que te encuentres”.
Pero existe todavía una unificación superior, la que se opera alrededor de la presencia de Dios en Jesucristo. Entonces escapas de la dispersión y del descuartizamiento; san Agustín nos dice que después de su conversión, ha realizado la experiencia tonificante de un tiempo concentrado por Cristo, que pasó de la ‘distensión’ a la ‘intención’. Cristo recoge el polvo de tus instantes para unificarlos en una historia de salvación. La presencia de Jesucristo en la oración es una ventana abierta a Dios. Cuando abres una ventana, el polvo que flota al azar se orienta y unifica por el rayo de sol. Del mismo modo tu atención y tu intención puestas en Cristo unifican el polvo de los instantes y de los acontecimientos de tu vida.
He aquí que mi vida es una distensión. Y me recibió tu diestra en mi Señor, en el Hijo del Hombre, mediador entre ti –“uno”- y nosotros -muchos-, ...me agarro a tu unidad. Olvidado de las cosas pasadas y no distraído en las cosas futuras y transitorias sino extendido en las que están delante de nosotros... como yo camino hacia la palma de la vocación de lo alto... En tanto que me he disipado en los tiempos, cuyo orden ignoro, y mis pensamientos -las entrañas íntimas de mi alma- son despedazados por las tumultuosas variedades, hasta que purificado y derretido en el fuego de tu amor sea derretido en ti.
Encuentras tu unidad el día en que colocas tu centro de gravedad en Dios. Tu existencia logra entonces una estabilidad que echa raíces en la eternidad. Es también Agustín el que dice: “Entonces conseguiré consistencia y solidez en ti”. No existe una receta práctica para unificar tu ser alrededor de la presencia de Dios. No se puede llegar a ella leyendo tres tratados como si se tratase de aprender el inglés en un par de meses.
No puedes pretender vivir en esta presencia de una manera habitual si no consagras largos ratos a estar en su presencia, esperando su visita y su voluntad. Es algo más allá de las ideas, de las palabras y de los sentimientos. Al mismo tiempo, sin que dependa de ti, te penetrará e invadirá esa experiencia del Dios sumamente cercano, y podrás decir con Mounier: “Mi única regla, es el tener continuamente, sin cesar, el sentimiento de la presencia de Dios”. Cuanto más avances en esta noche oscura, más incapaz te sentirás de traducirla en palabras. Más aún, como santa Catalina de Siena, no podrás decir nada de Dios sin que lo niegues inmediatamente y tengas la impresión de haber blasfemado. JL

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