Realmente no hay nada malo en
poseer dinero, propiedades y bienes materiales, mientras no permitamos que esos
bienes se conviertan en sustitutos de Dios. Cristo nos ha alertado: “No pueden
servir al mismo tiempo a Dios y al dinero” (Mt
6, 24).
En el Antiguo Testamento se
insiste mucho en que debemos escoger entre Dios y los ídolos o falsos dioses.
En el Nuevo Testamento Jesús contrapone el dinero a Dios. Así que debemos
cuidar que el dinero no se nos convierta en un ídolo que sustituya a Dios, y
que tampoco las vías para obtenerlo ocupen todo nuestro interés, nuestra
dedicación, nuestro empeño... hasta nuestro amor.
Los bienes materiales de este
mundo no son malos en sí mismos, pues nos han sido proporcionados por Dios,
nuestro Creador. Y, siendo esto así, significa que Dios es el Dueño, y nosotros
somos solamente ‘administradores’ de esos bienes que pertenecen a Dios. De allí
que cuando seamos juzgados se nos tomará en cuenta cómo hemos administrado los
bienes que Dios nos ha encomendado. (cf. Lc
16, 2)
“El amor al dinero es la raíz de
todos los males” (1 Tim 6, 10).
¡Grave sentencia de San Pablo! Pero notemos algo: no dice que el dinero mismo
sea la raíz de todos los males, sino “el amor al dinero”. Porque nuestro amor
tiene que dirigirse a Dios y a los hombres, no a los bienes materiales.
Existe, entonces, un peligro real
en buscar acumular dinero y riquezas. Tanto así que Jesús nos advierte:
“Créanme que a un rico se le hace muy difícil entrar al Reino de los Cielos” (Mt 19, 23). Se refería el Señor a esos
ricos que aman tanto al dinero, que lo prefieren a Dios. Concretamente Cristo
estaba aludiendo al joven rico que no fue capaz de dejar su dinero y sus bienes
para seguirlo a Él.
Amar al dinero es una tontería.
“¡Insensato!”, exclama el Señor en su parábola sobre el hombre rico acumulador
exagerado de riquezas. “Esta noche vas a morir y ¿para quién serán todos tus
bienes? Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de
la abundancia de los bienes que posea” (cf.
Lc 12, 15-21).
Y esa sentencia de Cristo, que es
tan cierta y tan evidente para todos, se nos olvida, y podría sorprendernos la
muerte amando al dinero más que a Dios o teniendo al dinero en el lugar de
Dios.
¿Cómo vivimos los hombres y
mujeres de hoy? ¿Seguimos las advertencias de Cristo con relación a los bienes
materiales? ¿O ponemos todo nuestro empeño en buscar dinero y en conseguir todo
el que podamos, para acumular y acumular? Y... ¿para qué, si al llegar al mundo
no trajimos nada, y cuando nos vayamos de este mundo no nos llevaremos nada? (cf. 1 Tim 6, 7). Respondiendo
entonces a la pregunta de esta semana: Sí. El apetito desordenado de los bienes
materiales, a lo cual llamamos ‘avaricia’ sí es pecado.
El pecado consiste en acumular en
desconfianza de la Divina Providencia: por si acaso Dios no nos cubre las
necesidades, tenemos nuestra seguridad en lo que guardamos.
El pecado consiste en sustituir la
Avaricia por la confianza en la Divina Providencia: acumulamos para que, por si
acaso Dios no nos cuida, tengamos lo que creemos necesitar.
Es como tener una malla de
seguridad en caso de que nuestro Padre no nos ataje cuando caigamos. El pecado
consiste en creer que estaremos bien, porque nosotros mismos nos hemos proveído
lo que creemos necesitar.
A todo esto se refiere la
advertencia del Señor contra la avaricia. Avaricia es un signo externo de falta
de confianza en Dios. Es no confiar en que realmente es Él Quien provee para
nosotros.
Hay una falta de confianza
interior, que consiste en andar preocupados porque podría faltarnos lo
necesario. Y una manifiesta falta de confianza exterior por la que buscamos
proveernos de bienes temporales con una preocupación tal, que descuidamos los
bienes espirituales.
Y puede ser pecado grave cuando se
opone a la justicia y dependiendo de su intensidad y de los medios empleados
para conseguir esos bienes. No parece tan feo este pecado, pero -pensándolo
bien- ¿no es feo ver al ser humano esclavizado por algo material, muy inferior
a él, como es el dinero?
Los bienes materiales han sido puestos
en nuestras manos por Dios para que seamos buenos administradores. Y eso
significa que con nuestro dinero -es cierto- debemos satisfacer nuestras
propias necesidades y las de nuestra familia, pero también debemos satisfacer
las necesidades de aquéllos que tienen menos que nosotros. Es decir, cada uno
de nosotros tiene derecho a utilizar el dinero que ha conseguido con su trabajo
honesto, pero también tiene la obligación de compartir con los demás. Y no sólo
compartir de lo que nos sobra, sino a veces también de lo que nos es necesario...
cuando haya alguno o algunos que tienen más necesidad que nosotros.
Sobre el desprendimiento de los
bienes materiales, Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a El por encima
de todo y de todos. “El que no renuncie a todo lo que tiene, no puede ser
discípulo mío” (Lc 14, 33). Basado en
esto nos dice muy claramente el Catecismo de la Iglesia Católica: “El precepto
del desprendimiento de las riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de
los Cielos” (# 2544). Y agrega que el
Señor se lamenta de los ricos apegados a sus riquezas, porque ya tienen su
consuelo en el amor que le tienen a los bienes materiales. (cf. Lc 6, 24) (cf. CIC # 2547). n/a
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